por Guillermo Alvarado
Desde el arribo de las hordas del macedonio Alejandro Magno, hasta la ocupación protagonizada por las tropas de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, las escarpadas montañas y la intrincada red de cuevas que componen parte del territorio de Afganistán han demostrado su capacidad para romperle los colmillos a las fuerzas invasoras, sin importar la cantidad ni calidad de armas puestas por los agresores en este empeño.
El 7 de octubre de 2001 con el pomposo nombre de “Operación Libertad Duradera”, el Pentágono comenzó la agresión contra el país centro asiático, al que Washington acusaba de proteger a los autores de los atentados del 11 de septiembre contra el Centro Mundial del Comercio, en Nueva York.
Un país agrícola atrasado, con 31,8 millones de habitantes y esperanza de vida de 49 años, con sólo el 36 por ciento de su población alfabetizada, no parecía rival para el ejército mejor armado del planeta y, de hecho, el jefe de la fuerza invasora se quejaba pocos días después de que sus hombres ya casi no tenían blancos que alcanzar.
Transcurridos 16 años, lo único duradero en Afganistán es la guerra, la destrucción y la muerte. La cifra oficial de civiles fallecidos por la invasión occidental es de 150 mil, pero fuentes afganas dicen que en realidad podrían llegar a un millón. Aún haciendo un promedio entre ambos extremos, la cantidad es impresionante y el final del conflicto se pierde en el horizonte, a pesar de que en 2016 el expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, lo declaró concluido, una afirmación precipitada y engañosa, como lo ilustran los acontecimientos en los primeros meses de este año.
Ante el avance de las fuerzas del Talibán y la irrupción de grupos extremistas del autodenominado Estado Islámico, la capacidad operativa del ejército nacional afgano es cada vez más irrelevante y la autoridad del gobierno se circunscribe, como en la última década y media, sólo a la ciudad de Kabul, la capital.
Como para demostrar quién manda, el presidente estadounidense, Donald Trump, ordenó lanzar sobre ese territorio la mayor arma no atómica de la actualidad, llamada Madre de todas las Bombas, que el 13 de abril detonó en un área que después fue estrictamente prohibida a la prensa para que no se filtraran detalles de la devastación causada.
Para su desconsuelo, una semana después un grupo armado se infiltró en una base del ejército afgano y eliminó entre 150 y 250 soldados del gobierno. Luego, el 31 de mayo, una poderosa bomba estalló en el barrio diplomático de Kabul, el área más custodiada del país, a escasos 800 metros del palacio presidencial. Quienes hayan sido los responsables demostraron que hay enormes agujeros en los dispositivos de seguridad en ese lugar.
En la guerra más larga de su historia, Estados Unidos tiene oficialmente ocho mil efectivos en Afganistán, más 20 mil “contratistas”, que son en realidad mercenarios pagados para maquillar un poco la situación. Ya la administración Trump estudia mandar otros cinco mil soldados, lo que subirá el tono de la confrontación.
Con 16 años, esta es una guerra muy larga, suficiente para que los estrategas occidentales aprendan que una cosa es ocupar un país y otra muy diferente es controlarlo. Pero si no entendieron la lección de la derrota en Vietnam, es difícil que lo hagan con la que se les avecina en Afganistán, porque si algo le falta a la mentalidad imperialista, es un sentido claro y sensato de la historia.