Por Guillermo Alvarado
Recientemente el más alto órgano de justicia de Estados Unidos aprobó la orden ejecutiva del presidente Donald Trump de imponer severas restricciones al ingreso de ciudadanos de países donde la religión musulmana es mayoritaria, con lo que se elevaron a rango legal la discriminación y la xenofobia bajo el pretexto de aumentar la seguridad de la población.
La medida provocó una lógica oleada de protestas, no sólo de los afectados sino de todo aquel que tenga un elemental sentido común, porque está equiparando al terrorismo y la violencia a una religión que en este mundo practican millones de seres humanos desde hace más de mil años.
Es como si le dijeran a cada una de estas personas que es un delito ser musulmán, lo que por lo menos es un disparate si uno no toma en cuenta todo lo que hay de amargo en las raíces de la historia de Estados Unidos respecto a estos temas.
No habían pasado muchos años de la proclamación de la independencia de la nación norteña cuando, en 1790, el Congreso aprobó la primera ley de naturalización, donde quedaba bien claro que la ciudadanía sólo podía otorgarse a personas de piel blanca, lo que fue ratificado por la Corte Suprema en 1857.
En ese momento equivalió a declarar personas de tercera categoría a los legítimos pobladores originarios de ese país, las comunidades indígenas, que fueron sometidas a un brutal exterminio para arrebatarles sus territorios y sus sobrevivientes confinados a “reservaciones”, una versión antigua de los modernos campos de concentración.
Estados Unidos creció y se convirtió en una potencia gracias al trabajo de oleadas de inmigrantes, cada una de las cuales fue discriminada en su momento como nos recuerda el historiador cubano Jesús Arboleya Cervera.
A los franceses y alemanes, por no ser anglosajones; a los irlandeses e italianos por pobres y católicos.
Similar proceso vivieron judíos y eslavos, pero al final a todos ellos los redimió el color de su piel, lo que no ocurrió con los millones de negros trasladados como mano de obra forzada por el oprobioso comercio de esclavos, ni por los hispanos que, encabezados por los mexicanos, comenzaron a arribar a finales del siglo XIX, y menos aún con los pueblos originarios convertidos en parias en su propio suelo.
Donald Trump no descubrió ni inventó la discriminación y la xenofobia. Ambos azotes están impresos en el código genético de ese país, infectaron lamentablemente a una parte de su cultura, sus tradiciones y su historia, pero en los últimos tiempos se han disparado.
Vean ustedes, entre 2014 y 2016, todavía bajo el gobierno del primer presidente negro de Estados Unidos, Barack Obama, el número de grupos que practican el odio racial creció de 784 a 917, y la cifra de organizaciones afiliadas al Ku Klux Klan pasó de 72 a 130.
Lo que hace el presidente Trump es aprovecharse de esta situación, y de uno de sus subproductos más comunes, el miedo, para afincarse en el sector donde más proliferan estos sentimientos negativos, la clase media blanca, el sostén popular del sistema.
Trump no llegó a la presidencia de Estados Unidos por ignorante y sabe bien que prohibir el ingreso de musulmanes no mejora la seguridad del país, porque eso depende de otras variantes. Pero está haciendo retroceder las ideas de la gente dos siglos atrás, donde él parece moverse con comodidad.