Por: Guillermo Alvarado
Se conmemora este martes el Día Internacional de la Mujer Indígena, instituido desde 1983 para visibilizar la situación de este importante sector de la población que sufre casi todos los males impuestos a nuestras sociedades, y rendir homenaje a Bartolina Sisa, ejecutada por los españoles un 5 de septiembre de 1783 por protagonizar en Perú junto a su compañero Túpac Katari un levantamiento contra el régimen colonial.
Hablamos de cientos de miles de seres humanos en nuestra región que padecen una oprobiosa triple discriminación, por ser mujeres, por ser pobres y por indígenas.
En nuestras culturas ancestrales ellas disfrutaban de una alta consideración al ser identificadas como la semilla de la vida, las conservadoras y reproductoras de la cultura, así como de los conocimientos para sanar heridas y enfermedades.
De acuerdo a la cosmovisión maya, la abuela Ismucané jugó un papel importante en la creación del mundo y del ser humano a partir del maíz, un grano sagrado inherente a la existencia de todo cuanto vive.
La irrupción europea, con su caudal de saqueo y violencia, sin embargo, significó también la destrucción de todos los lazos que unían a la sociedad, de su desarrollo y la cohesión étnico-cultural, porque de esta manera les fue más fácil imponer los puntos de vista del dominador e impedir, o limitar la resistencia de los dominados.
De entre todas las profundas pérdidas en este doloroso proceso, nadie perdió más que la mujer pues quedó despojada de la dignidad de que disfrutaba entre su pueblo y puesta contra la pared de un sistema patriarcal y oscurantista, donde fue mucho menos que una persona y apenas un poco más que un objeto.
Más de 500 años de opresión, colonia y neocolonia, porque la libertad sólo se ha logrado en muy pocos lugares de nuestro continente, hoy día la mujer indígena es la más pobre de entre los pobres, ajena a los derechos elementales de educación, salud, trabajo y justicia.
Las guatemaltecas, de ser las guardianas y transmisoras de la cultura, el conocimiento y las tradiciones en la gran civilización maya, permanecen hoy muchas de ellas en el analfabetismo y son monolingües, no hablan español, lo que significa un serio obstáculo para su desarrollo, o para interactuar en el seno de la sociedad.
Muchas familias en pueblos originarios consideran una pérdida mandar a sus hijas a la escuela; en Honduras indígenas como Berta Cáceres, que lideró la lucha por el derecho a sus tierras ancestrales, encontró la muerte como respuesta del sistema.
Sufren opresión, discriminación, pobreza e injusticia, pero cuando sus esposos migran a Estados Unidos en busca del evasivo sueño de una vida mejor, son ellas quienes quedan al frente de la casa, los hijos y su precaria economía.
No alcanza este espacio para reflejar toda la realidad y sólo agregaremos que la liberación de la mujer indígena no pasa nada más por los movimientos feministas tradicionales que defienden los derechos individuales de las féminas.
La individualidad no las llevará a la igualdad, a menos que se enfatice en la cosmovisión y los derechos colectivos de su comunidad que deben ser restituidos para que ellas recobren los suyos. No se trata de brincar hacia atrás, sino de reconstruir lo que la fuerza y la brutalidad colonial destruyó. FIN