Después de comprar los forros de princesas o Minions, los rollitos de nylon que alcanzan para seis libretas y cuestan un dólar, las figuras geométricas impresas en cartulinas, los marcadores de Disney plastificados para que duren todo el curso, el delantal, la sufridera y el doyle, también plastificados y con los muñecos de moda, las toallitas y las servilletas que hacen juego con el resto del equipo y son prácticamente iguales a las de los otros niños, el títere y hasta la planta ya sembradita en su latica de leche condensada, te sientes aliviada, ya tienes casi todo lo “necesario” para empezar el curso, pero al mismo tiempo, sabes que tendrás que apretarte el cinturón todo el mes porque no quieres ni pensar en cuánto dinero se te fue y, de repente, extrañas a tu abuela…
Aquellos tiempos en que abuelita…
… cosía los delantales con cualquier pedacito de tela, improvisaba un títere de retazos y nos hacía un mantelito, menos sofisticado que los doyles de Frozen o el Rayo McQuin, pero único y tocado por la gracia de sus manos hábiles y tiernas.
Aquellos tiempos en que importaba el contenido de los libros y las libretas, que eran muy felices forradas con revistas rusas, papeles de regalo de los de gaticos o con algún invento del más artista de la familia, mi mamá, por ejemplo, raspaba crayolas de colores sobre un pliego de papel blanco (afiche, almanaque lo que hubiera a la mano), derretía aquello con la plancha y dígame usted, yo llevaba lo último en producción para la escuela.
¿Las sufrideras? Siempre fueron grandecitas, no del tamaño de una hoja tipo carta, una buena caja de cartón abierta y forrada por el más curioso de la familia, con figuritas recortadas de algún libro y el toque final un nylon que, la verdad, no recuerdo de dónde salía. Los marcadores, sobra decirlo: tiras de cartulinas con el respectivo piquito al final y si los dibujabas con plumones, eran la bomba, pero tampoco te costaba la vida llevarlos coloreados con lápices de colores o hasta en blanco.
Y qué decir de las “loncheras”, nuestras loncheras eran bolsitas de tela que se enchumbaban cuando sudaba el pomo (casi nunca termo) del agua, pero nada todos las teníamos más o menos iguales y nuestros padres se las arreglaban para que no se mojara el pan, eso sin contar que duraban todo el curso.
Dime la verdad ¿cuántas mochilas usaste en la primaria? Yo no recuerdo con exactitud, pero puedo jurar que no llevaba una nueva cada curso, a veces no por falta de dinero o de ofertas en las tiendas, sino porque en la cabeza de casi nadie cabía que si la del año anterior esta “entera”, fuera una necesidad comprar otra para el próximo septiembre.
Los hombres no tienen tiempo de conocer nada, compran las cosas hechas en los mercados…
Gracias a la vida no hay, aún, mercados de amigos, y los niños siguen obligados a ejercitar sus encantos para hacer amigos el primer día de clases, pero no me extrañaría que en los próximos años alguien saque una licencia para poner un taller de amigos, jugosa matrícula por medio, y así ya lleguen a la escuela con los amigos asignados.
Todos los que hoy somos padres, podemos recordar cuánto se disfrutaba aquel “hacer” en familia las cosas, seguramente usted estará pensando, como yo, en algunos de los tantos inventos con que le alegraron la infancia sus padres, tíos y parientes, o los ratos que compartió en los últimos días de vacaciones ayudando a prepararlo todo para la escuela.
Y ese es el primer sabor amargo que me queda después de dejarme arrastar, de a ratos, a esta mala copia de las sociedades de consumo, donde no hay tiempo para conocer ni hacer y el único camino es comprar: ¿qué les estamos enseñando a nuestros hijos? ¿Los estamos haciendo más felices al llenarlos de cosas lindas y brillantes? ¿O más bien les estaremos creando necesidades ficticias que siempre pueden ser fuentes de frustración, complejo y discriminación?
Que el búcaro no sea más que la flor…
Finalmente Martí, sabio, me zarandea a tiempo, me sacude con esa frase que le escribió a su niña querida. “Mucha tienda poca alma”, le advirtió, “quien lleva mucho adentro necesita poco afuera”… El curso apenas comienza y en las escuelas cubanas nuestros niños tienen uniformes accesibles para todos, materiales docentes y libros gratuitos, la misma maestra para los que llevan la mochila de Mickey Mouse y los que prefirieron una más simple y económica. Los padres deberíamos pensar, y me incluyo, qué es lo que verdaderamente necesitan para aprender y crecer y no enredarlos, ni enredarnos con superficialidades.
Como todos, claro que disfruto darles gustos a mis hijos y no tengo nada en contra de las cosas lindas, atractivas, solo me cuestiono la falsa necesidad y el afán desmedido por tenerlas. “Yo lo entiendo, pero si el mío no lo lleva lo miran mal”, me dice con verdad una amiga, también yo me he deshecho en afanes de ese tipo, pero qué tal si nos salvamos, miramos bien todos de una vez y recuperamos lo esencial ¿será una utopía?.
Por: Giusette León García/ Cubasí.