Bendita seas Jerusalén

Editado por Pedro Manuel Otero
2017-12-09 10:12:40

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Por Jorge Gómez Barata

La partición de Palestina (1947), el proyecto político más brutal, osado, complicado y de mayor repercusión de la Guerra Fría, fue el único apoyado por las potencias vencedoras en la II Guerra Mundial. Aunque cada actor tenía su propia agenda, se trató de una obvia componenda geopolítica.

De los 57 estados que integraban las Naciones Unidas, 33 votaron a favor de la Resolución 181, entre ellos estaban Estados Unidos y la Unión Soviética, en contra estuvieron 13, todos los países árabes e islámicos + Cuba, y diez se abstuvieron.

La Europa, que al amparo de la ONU y con el aval de las superpotencias dividieron Palestina para crear el estado judío, fue la misma que por siglos los persiguió y los discriminó. La partición no fue un acto de generosidad hacia el pueblo hebreo, sino una conspiración de la Europa de antecedentes colonialistas, esclavistas, y anti semitas, que más que un “Hogar Nacional” para los judíos, creó una “reserva” donde enviarlos.

Con amplio apoyo político y material internacional, incluido armamento y la conducción de un liderazgo eficaz, Israel no solo resistió la embestida de los gobiernos árabes, sino que en pocos años se convirtió en una potencia regional y en un importante elemento de la política mundial. Ningún asunto ha generado tanta violencia, incluido terrorismo de estado y no estatal, provocado tantas guerras, tensiones regionales e internacionales, ni concitado mayor atención por parte de Naciones Unidas como el conflicto entre palestinos, árabes e israelíes.

Políticamente acéfalos y mal representados por Amin al-Husayni, Gran Muftí de Jerusalén, y los reaccionarios e incompetentes gobernantes árabes que entonces formaron el Alto Comité Árabe, se equivocó la estrategia, y en lugar de proclamar y blindar el estado a que los palestinos tenían derecho en virtud de la Resolución 181, se promovió la lucha armada contra Israel, en la cual se involucraron efectivos de Egipto, Irak, Líbano, Siria y Jordania, los que fueron derrotados. La historia se repitió varias veces. 

Tras la proclamación del estado de Israel, Jerusalén, que la Resolución 181 consideró “territorio bajo control internacional”, fue escenario de intensas confrontaciones, hasta que en 1948 los ejércitos de Israel ocuparon la parte occidental, situación de hecho reconocida por el armisticio del 3 de abril de 1949, que puso fin a aquella confrontación. Entonces a la fuerza Israel declaró la parte que ocupaba como su capital, y cuando en 1967, durante la guerra de los Seis Días, capturó la Ciudad Antigua, decretó unilateralmente la reunificación de la ciudad. Los árabes protestaron, pero nada pudieron hacer.

Cuando en 1979, ante el presidente Carter, Egipto e Israel firmaron los acuerdos de Camp David, mediante los cuales virtualmente se depuso la resistencia árabe, la ocupación de Jerusalén por Israel era un hecho, y también lo era cuando en 1993 el estado judío y la Organización para la Liberación de Palestina firmaron un tratado de paz que incluía la necesidad de lograr un acuerdo negociado sobre el futuro de la ciudad, negociación que fue aplazada.

La decisión del presidente Trump de reconocer a Jerusalén como  capital de Israel, basada en una ley del Congreso norteamericano que  en 1995 estableció que “Jerusalén debe ser reconocida como la capital del Estado de Israel… y que entonces apenas se comentó, es un eslabón más de una extensa cadena de abusos contra el pueblo palestino, ejecutada a pesar de la ONU, los países árabes, el liderazgo palestino después de Arafat, e incluso los Estados Unidos, que en ningún caso han estado a la altura de las ideas que proclaman.

Es correcto protestar y luchar contra la arbitrariedad y apoyar al pueblo palestino, cuya mayor demanda no es Jerusalén, sino todo su país, al menos los territorios concedidos por la Resolución 181, en cuyas fronteras reconocidas y seguras debiera instalarse ¡ya! un Estado Palestino con capital en Jerusalén Oriental.



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