Por María Josefina Arce
Se acerca el 21 de julio, fecha en que se pondrán a consideración de los parlamentarios cubanos las reformas a la Constitución del país, por lo que amerita referirnos a las Cartas Magnas que rigieron la vida de la sociedad cubana durante la etapa neocolonial y bajo el mandato de gobiernos corruptos y entreguistas a Estados Unidos.
Ya con anterioridad hablamos de las constituciones nacidas en el fragor de las luchas independentistas contra la Metrópoli española y que fueron un reflejo del ansía libertaria de los cubanos.
Pero la intervención en 1898 de Estados Unidos en la guerra hispano-cubana significó la frustración del ideario independentista expuesto por el Apóstol José Martí, además de que en materia jurídica, a pesar de la resistencia de los cubanos se experimentaría un retroceso respecto a lo que en los campos cubanos se había logrado y que era para los mambises un símbolo de nación libre.
Luego de aquellas constituciones que aún con sus defectos regirían la vida de una República en Armas, dispuesta a conseguir la total soberanía e independencia del yugo español, vendría la Carta Magna de 1901, cuando Cuba había pasado ahora al dominio de Estados Unidos, que buscó imponer su parecer en la elaboración del documento.
De hecho pretendió desde un inicio que recogiera el futuro de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, lo que fue rechazado por los asambleístas por ser un tema que no tenía cabida en el texto y que en realidad debía ser considerado por el futuro gobierno.
Los delegados a la Asamblea Constituyente lograron mantener en el documento aprobado el carácter soberano e independiente de Cuba y le confirieron una naturaleza republicana, aspectos en los que primó la coincidencia de criterios.
Pero a esta nueva constitución, por presiones y amenazas de Estados Unidos de mantener la ocupación militar, se le adicionaría la tristemente conocida Enmienda Platt, un apéndice encaminado a garantizar la intervención estadounidense en cualquier momento.
Ocho artículos que no dejaban lugar a dudas del carácter injerencista del documento que limitaba la soberanía de la Mayor de las Antillas, tras años de lucha.
Las voces de cubanos dignos como Juan Gualberto Gómez, Manuel Sanguily y Salvador Cisneros Betancourt, no se hicieron esperar en rechazo a la Enmienda que incluso excluía de las fronteras cubanas a la Isla de Pinos, hoy Isla de la Juventud.
Años más tarde, como presidente del país Gerardo Machado promovió una reforma de la Constitución de 1901 con el objetivo de extender su mandato, que se aprobó en 1928; y en 1934, bajo la orden del presidente Carlos Mendieta, tuvieron lugar rápidas reformas, pero ninguna llegó a tener una trascendencia esencial.
Sería en 1940 cuando el país vería nacer otra constitución, que a pesar de su tendencia burguesa, fue la más avanzada de América en aquel momento. En Guáimaro y un 10 de octubre fue firmada la nueva Carta Magna que, al decir del abogado, intelectual y político Armando Hart Dávalos, expresó «el pensamiento político cubano de la década del 40 ...”
Entre otros aportes, reconoció el derecho de los obreros a la huelga, declaró el trabajo como un derecho inalienable del hombre, proscribió la discriminación por motivo de sexo o color de la piel, estableció la protección especial a la familia y a la igualdad de la mujer, se pronunció por la educación general y gratuita, y por la salud pública al alcance de todos.
Sin embargo, los gobiernos corruptos y entreguistas que caracterizaron la etapa neocolonial cubana nunca cumplieron los preceptos contenidos en el documento, que sería transformado tras el triunfo de la revolución en enero de 1959 y reflejaría el anhelo y decisión de los cubanos de trabajar por una sociedad más justa y equitativa.