Por: Guillermo Alvarado
El rostro más descarnado de las políticas de pillaje y despojo de los sistemas colonialista y capitalista se puede observar en las más de cinco mil comunidades y pueblos indígenas que existen en unos 90 países del mundo, cuyo denominador común es la pobreza, la vulnerabilidad y la discriminación.
Se trata de unos 370 millones de personas que mantienen y practican formas particulares de cultura, entre ellas su idioma, organización social y de relacionarse entre ellas y con su entorno natural, pero que sufren una gran presión para abandonar esta manera de vivir y entregar sus territorios y riquezas a la voracidad de modelos irracionales de producción y consumo.
Si bien no representan más del cinco por ciento de la población total del planeta, figuran entre el 15 por ciento de los más pobres y marginados, una realidad que, salvo excepciones, puede palparse todos los días en la mayoría de naciones en esta América Nuestra, donde hasta hace poco más de medio milenio habitaron civilizaciones que causan asombro a quienes se asoman a su profundidad y desarrollo.
Para llamar la atención sobre los problemas de estas comunidades, la Organización de las Naciones Unidas instituyó el 9 de agosto como Día Internacional de los Pueblos Indígenas, un esfuerzo loable, pero hasta ahora desafortunadamente inútil en el empeño de mejorar su calidad de vida y garantizar el ejercicio de sus derechos, la defensa de sus tierras y de sus recursos naturales, objetos del oscuro deseo de empresarios y corporaciones transnacionales.
Un ejemplo paradigmático sucede en Guatemala, donde según datos oficiales los indígenas representan el 40 por ciento de la población, pero en realidad son 60 de cada cien habitantes y la inmensa mayoría son pobres o extremadamente pobres.
Aunque hay leyes que los protegen, e incluso uno de los capítulos más completos de los Acuerdos de Paz que pusieron fin al conflicto armado interno de 36 años está dedicado a este tema, en la práctica son letra muerta, cuando no papel mojado en la sangre de quienes han intentado llevarlos a la práctica.
El reciente secuestro, tortura y asesinato de la joven de 25 años Juana Raimundo, activista de los derechos humanos entre la población Ixil, así como la ejecución en lo que va de año de 13 líderes indígenas y la criminalización de otros 76, acusados y apresados por delitos inexistentes, demuestran lo poco que se ha avanzado.
Otro país donde los pueblos originarios y afrodescendientes son vulnerables en extremo es Colombia, donde desde la firma en 2016 de eso que llaman paz, grupos armados mataron a 65 dirigentes indígenas.
Aún con la indiferencia y silencio de los grandes medios de comunicación, se filtran noticias de la brutal represión de que es víctima el pueblo mapuche en Argentina y Chile, donde defender sus tierras ancestrales y costumbres se convirtió en un crimen que en ocasiones se paga con la vida.
Es bueno que exista un Día Internacional de los Pueblos Indígenas, o que el 2019 se haya proclamado Año Internacional de las Lenguas Indígenas, pero mejor sería que esto se tradujese en acciones concretas a favor de estas comunidades y que un día, como soñó José Martí, el indio se levante y América empiece a caminar.