Niños rohingya. Europa Press.
Por: Guillermo Alvarado
Llama la atención el enérgico tono empleado por la Unión Europea, la Organización de las Naciones Unidas y otras entidades para condenar el golpe de Estado en Myanmar, antigua Birmania, y exigir a la cúpula militar el retorno de las antiguas autoridades.
Es verdad que nada justifica un cuartelazo, máxime cuando va seguido por una feroz represión contra la población que lo rechaza. En estos días perdieron la vida por esa causa al menos 54 personas y mil 700 fueron detenidas.
Tal conducta es a todas luces reprochable, pero lo que extraña es que la preocupación se despierte ahora y no hace dos o tres años, cuando el gobierno depuesto protagonizó un acto de exterminio hacia una minoría étnica.
A partir de agosto de 2017 se iniciaron acciones militares en contra de la comunidad rohingya, que habita en la región norte de Myanmar y profesa la religión musulmana, en un país de mayoría budista.
Durante meses sus poblados fueron atacados, las viviendas incendiadas, una cifra no determinada murió y cientos de miles se vieron obligados a buscar refugio en la vecina Bangladesh.
De acuerdo con la misma ONU, alrededor de 900 mil hombres, mujeres y niños cruzaron el río Naf, que separa a ambas naciones, para salvar sus vidas.
En 2020 sus sufrimientos se incrementaron como consecuencia de la pandemia de covid-19, porque las autoridades de Bangladesh prohibieron su entrada a ese territorio y muchos quedaron atrapados en zonas insalubres, sin tener a donde ir e imposibilitados de retornar a sus destruidos hogares.
No recuerdo en absoluto que la Unión Europea, o cualquier país occidental, haya amenazado al gobierno de la Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Ky, con imponerle sanciones por permitir esta masacre.
Y no es que ella sea responsable total del drama de esta comunidad. Si acaso lo es de este reciente episodio, pero se trata de una vieja y dolorosa historia.
La antigua Birmania, hoy oficialmente Myanmar, asegura que los rohingyas aprovecharon la II Guerra Mundial para asentarse en su territorio y con ese pretexto les niegan la nacionalidad y sus derechos fundamentales.
Diversos historiadores, sin embargo, señalan que su origen está a partir del contacto de la población local con comerciantes árabes que hace siglos cruzaron esa región, lo que explicaría su adhesión a la fe musulmana.
Es correcto demandar a los militares que devuelvan el poder al gobierno de Myanmar, pero también lo es exigirle a éste que cesen los ataques contra los rohingyas, permitan el retorno de los refugiados y que integren por completo a esta comunidad a la sociedad, con todos sus derechos plenos.
Solo así se saldará una pesada y dolorosa deuda histórica.