
Foto: lapatria.com
Por: Guillermo Alvarado
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha insistido en sus extraviadas ideas de apoderarse de la Franja de Gaza y deportar hacia países vecinos a los legítimos habitantes del enclave, una idea que causa repudio en la mayoría de la comunidad internacional.
La primera versión fue, recordemos, la ocupación militar de esa estrecha franja de tierra que quedó reducida a escombros después de más de un año de intensos bombardeos y ataques terrestres del ejército sionista de Israel, que dejaron más de 45 mil muertos, la mayoría niños y mujeres.
En las últimas horas anunció una variante no menos ominosa, que es comprar la Franja, si, hacerse dueño de esa tierra y convertirla, según sus ideas, en uno de los mejores lugares para vivir de todo el mundo.
Y aquí de entrada surgen inmediatamente dos interrogantes. La primera es ¿porqué, en lugar de Gaza, no utiliza todos los grandes recursos financieros y naturales para hacer de Estados Unidos un mejor lugar dónde vivir?
En ese país hay pobreza a niveles insultantes para la dignidad humana, hay por lo menos 11 millones de personas sin seguro de salud, es decir fuera de ese servicio y existen decenas de miles de habitantes sumidos en la drogadicción.
Los obreros son sobreexplotados, a los negros la policía los trata como ciudadanos de segunda clase, las matanzas con armas de fuego son habituales, incluso en sitios insospechados como iglesias y escuelas y una plutocracia decide vidas y destinos dentro y fuera de las fronteras.
Definitivamente es un país donde hay mucho por hacer para que su población tenga una vida digna, con acceso por igual a la vivienda, salud, educación y oportunidades laborales, sobre todo para los casi 37 millones de pobres.
Si el señor Trump quiere hacer su propia versión del paraíso en Gaza, sería mejor que comenzara por casa, ¿no creen?
Pero viene la segunda cuestión: ¿a quién piensa el presidente de los Estados Unidos comprarle las tierras de la Franja? ¿A los palestinos que viven allí? Definitivamente no tienen absolutamente ninguna intención de venderlas por una razón que Donald Trump jamás va a entender: ellos aman su tierra, la aman profundamente y están dispuestos a luchar y morir por ella.
Y sucede que son los únicos que podrían vender, porque son sus legítimos propietarios. Israel es un país ocupante, es un invasor y como tal no tiene ninguna legitimidad, mucho menos un derecho a propiedad.
Washington y Tel Aviv son los únicos entusiasmados con ese plan irrealizable, cuya única ventaja es que podría impulsar la unidad de los pueblos árabes, algo a lo que Trump sí debería tenerle miedo.