Por: Guillermo Alvarado
El uso excesivo de la fuerza durante la destrucción parcial de un enorme campo de migrantes indocumentados en el norte de Francia puso de nuevo en primer plano el drama de decenas de miles de personas, que buscan escapar de las guerras, la violencia, el hambre y las enfermedades.
La instalación se encuentra en el departamento de Paso de Calais, donde se aglutina una gran cantidad de personas originarias del Oriente Medio y el Norte de África con la esperanza de cruzar el canal de La Mancha para arribar al Reino Unido.
El lugar creció de manera desmesurada, carece de los servicios mínimos indispensables para garantizar la salud y la seguridad de sus moradores y al interior impera la ley de la selva, por lo que su nombre, “la jungla”, refleja exactamente lo que allí ocurre.
Las autoridades francesas anunciaron con antelación el desmantelamiento del campo, pero incumplieron la mayoría de compromisos asumidos antes de la operación, entre ellos el no uso de la violencia, utilizar el diálogo y la concertación, dar los plazos necesarios para la movilización de los migrantes y ofrecerles un lugar mejor donde habitar temporalmente.
En lugar de ello, la policía entró por la fuerza al sitio acompañada por maquinaria pesada que comenzó de inmediato la destrucción de las precarias viviendas, lo cual dio lugar a enfrentamientos y el uso de gas lacrimógeno, incluso contra mujeres y niños que estaban presentes.
Organizaciones de ayuda a los migrantes exigieron soluciones alternativas reales para los más de cuatro mil seres humanos hacinados en La Jungla, que son un pequeño botón de muestra de la crisis desatada en varias regiones de la Unión Europea.
En Macedonia la situación no es menos tensa, pues la policía bloqueo por la fuerza el ingreso de miles de iraquies y sirios que intentaban cruzar el paso fronterizo griego de Idomeni. Tras la refriega decenas de personas, entre ellas muchos niños, debieron recibir atención médica.
Incapaces de prever este fenómeno, consecuencia directa de las intervenciones occidentales en el norte de África y el Oriente Medio, las autoridades de la Unión Europea no atinan a hallar una solución digna y siguen apelando a la fuerza para contener a las oleadas humanas plantadas ante sus fronteras.
Se trata de una tragedia humanitaria que ha costado la vida de miles en el mar Mediterráneo, convertido en verdadera tumba colectiva, sin contar a quienes perecieron durante el peligroso viaje hasta las costas.
Será difícil conocer un día la verdadera cifra de víctimas y menos aún evaluar el daño psicológico causado a niños, adultos y ancianos atrapados en un callejón sin salida ante la indiferencia de quienes de alguna manera son causantes de su sufrimiento.
El papa Francisco pidió a los países europeos repartirse equitativamente el peso de la acogida de los migrantes, pero éste y otros llamados de buena voluntad caen en saco roto en un área donde los negocios, las finanzas y otros asuntos de índole semejante están por encima de los elementales sentimientos de humanidad y solidaridad.