Por: Guillermo Alvarado
Una de las más recientes y alentadoras noticias del proceso de paz en Colombia fue el acuerdo alcanzado entre el gobierno y el principal grupo insurgente de ese país para la salida de los campamentos guerrilleros de los menores de 15 años, y abordar una estrategia para desmovilizar a quienes no han alcanzado la mayoría de edad.
Se trata sin duda alguna de un avance hacia la paz y, también, para la protección de uno de los sectores más vulnerables en caso de enfrentamientos armados, ocurran estos donde quiera que sea.
La prensa derechista, sin embargo, aprovechó la ocasión para lanzar una intensa campaña contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo, las FARC-EP, acusándolas de violar normas humanitarias internacionales y de practicar el reclutamiento indiscriminado de niños a sus filas.
Es penoso en realidad que un infante deba tener en las manos un arma, en lugar de un libro o una libreta para educarse, pero si queremos ser serios no podemos dejar de preguntarnos qué clase de país y de sistema lo llevó hasta allí.
Para muchos de estos menores ir a la guerrilla fue la alternativa de salvar sus vidas, pero también de vestirse, calzarse, alimentarse y recibir una elemental educación, cosas que en sus pueblos o aldeas la miseria circundante les negó con ciega obstinación, como lo hizo antes con sus padres y lo haría después, sin dudas, con sus hijos.
Quienes lanzan sus dardos envenenados contra las FARC-EP ocultan, o ignoran, varios elementos de la dura realidad de la infancia colombiana.
El ejército gubernamental, por ejemplo, incorporó a sus filas en las dos últimas décadas a más de 19 mil adolescentes de 17 años. Sólo en 2015 la cifra fue de 2 mil 986 muchachos, que no serán beneficiados por el acuerdo citado con anterioridad.
No se conoce todavía cuantos fueron reclutados por las bandas paramilitares y están bajo su control, ni la cantidad exacta de los que trabajan para el crimen organizado, en particular el narcotráfico, que los utiliza como vigilantes o para transportar pequeñas o medianas cantidades de drogas.
Más aún, de acuerdo con datos de la Defensoría del Pueblo, de los más de ocho millones oficialmente reconocidos como víctimas del largo conflicto armado interno, por lo menos millón y medio son menores de edad y unos 493 mil corresponden al rango de cero a cinco años.
Debería hacerse un censo, por ejemplo, de los niños indígenas y campesinos desplazados junto con sus padres cuando los terratenientes usurpan sus tierras, un fenómeno común en Colombia.
Ninguno de ellos obtendrá las atenciones de salud, educación y vivienda previstos para los que dejarán los campamentos de las FARC-EP. Para estos otros, los niños abandonados secularmente por el Estado colombiano, seguirá aplicándose aquella amarga frase de Mario Benedetti de que la infancia no siempre es un paraíso perdido, a veces es un infierno.