Por Ricardo Alarcón de Quesada*
El 10 de marzo de 1952, de un portazo, se cerró un capítulo de la historia de Cuba. Fulgencio Batista –quien dos décadas atrás implantó una férrea dictadura y liquidó al Gobierno Revolucionario de apenas cien días surgido en 1933 a la caída de Gerardo Machado- con un puñado de sus antiguos colaboradores se hizo otra vez del poder.
El nuevo golpe de estado se llevó a cabo sin mayores tropiezos. Concluyó así la breve experiencia cubana con la “democracia representativa” la cual duró sólo los dos períodos del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), que había gobernado poco más de siete años.
El “autenticismo” se presentaba como heredero de la Revolución del 33 en la que sus principales dirigentes habían tenido una participación destacada pero no avanzó más allá del nacional-reformismo, creó algunas instituciones necesarias y dio muestras de una política exterior independiente en algunos temas importantes en la ONU y la OEA. Pero su obra de gobierno estuvo lastrada por la corrupción que invadió casi todas las ramas de la administración y su adhesión al macartismo que propició la división del movimiento sindical y popular y al asesinato de algunos de sus principales líderes.
La deshonestidad imperante provocó la escisión del autenticismo y el surgimiento del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) que levantó como principal bandera la consigna de “Vergüenza contra Dinero”. Entre sus fundadores estuvo un abogado recién graduado llamado Fidel Castro Ruz.
Las elecciones generales, previstas para junio de 1952, enfrentaban, según todas las encuestas, a dos candidaturas: la “ortodoxa” encabezada por un respetable profesor universitario y la gubernamental liderada por un “auténtico” cuya honestidad no era cuestionada.
Un tercer candidato, Batista, respaldado por grupos reaccionarios, aparecía en un lejano último lugar y nadie le concedía la más mínima posibilidad de vencer en las urnas. Lo sabía en Cuba todo el mundo incluido Batista quien por eso impidió que el pueblo pudiera decidir.
El Golpe de Estado y sus secuelas inmediatas hirieron profundamente a la sociedad cubana. Batista recibió el apoyo inmediato de los grandes propietarios así como el de las fuerzas políticas conservadoras y la corrupta burocracia sindical. Los partidos políticos, tanto los agrupados alrededor del gobierno derrocado como sus oponentes, quedaron atrapados en la inacción y la incoherencia. El autenticismo y la ortodoxia se dividieron en tendencias contradictorias y de ellos surgieron nuevos partidos, algunos dispuestos a colaborar o transigir con el nuevo régimen. Ellos y todos los demás partidos se enzarzaron en polémicas interminables incapaces de articular un camino frente a la tiranía.
La resistencia encontró refugio en las Universidades. De ellas surgieron las primeras manifestaciones y actos de protesta. Entre los estudiantes crecía la conciencia de la necesidad de actuar y de hacerlo de otro modo empleando métodos diferentes a los de los políticos que habían fracasado estrepitosamente. Se hablaba entonces de la lucha armada pero nadie sabía cómo hacerla ni poseía los recursos para emprenderla.
Hubo algunos intentos aislados mientras circulaban rumores acerca de planes dirigidos o vinculados al Presidente depuesto el 10 de marzo.
Para quienes aun cursábamos la enseñanza secundaria el asalto a los cuarteles militares de Santiago de Cuba (el Moncada) y Bayamo (Carlos Manuel de Céspedes), el 26 de julio de 1953, fue una sorpresa absoluta. Nada sabíamos de un acontecimiento que, sin embargo, marcaría para siempre nuestras vidas.
En las noticias brotó el nombre de alguien antes desconocido para nosotros: Fidel Castro.
Se ahondó la crisis política. La tiranía se volvió aun más agresiva. Ilegalizó al partido de los comunistas (PSP, Partido Socialista Popular) y clausuró sus publicaciones y aumentó la represión contra el movimiento estudiantil. Las acusaciones de Batista contra los comunistas buscaban las simpatías de Washington pero nada tenían que ver con la realidad.
El PSP no sólo fue ajeno a aquellos sucesos sino que condenó la acción de los jóvenes revolucionarios como lo hicieron, casi sin excepción, los demás opositores a Batista.
Nuevamente correspondió al estudiantado reemplazar a los partidos incapaces de cumplir su función. La Federación Estudiantil Universitaria (FEU) se solidarizó con los asaltantes del Moncada y convocó a una campaña por su liberación que pronto adquirió una dimensión nacional y obligó a la dictadura a amnistiarlos en 1955.
Ese mismo año Fidel fundó el Movimiento 26 de Julio que, junto a los sobrevivientes de la acción inicial contó, sobre todo, con jóvenes que en los barrios y en los centros de estudio se identificaron con aquel gesto heroico frente a las diatribas y las críticas de tirios y troyanos.
Sus filas se nutrían con muchachos, no pocos adolescentes, que insurgían en medio de la frustración, la inercia y la división, inspirados por una hazaña que había estremecido a la tiranía pero también a sus oponentes. Antonio López (Ñico) quien había dirigido el ataque al cuartel de Bayamo se encargó de organizar las Brigadas Juveniles del M-26-7 hasta que marchó a México para regresar con Fidel y morir combatiendo en la Sierra Maestra.
Lo reemplazó en La Habana Gerardo Abreu (Fontán) un negro de origen muy humilde que no había concluido la enseñanza primaria pero supo adquirir por sí mismo una amplia formación cultural y una sensibilidad poética que causaba asombro entre los universitarios que tuvimos el privilegio de luchar bajo su jefatura. Tanto Ñico como Fontán, ambos procedentes de la Juventud Ortodoxa, conocían el marxismo, compartían los ideales socialistas y eran profundamente antimperialistas. Se empeñaron en crear una organización que incorporase masivamente a la nueva generación y lo lograron. A sus seguidores se les identificaba con una palabra: “fidelistas”.
La presencia de las Brigadas se hizo sentir rápidamente enviando su mensaje directamente al pueblo. Mientras la prensa y los políticos criticaban a Fidel y al Moncada, por todas partes, en cada rincón de la capital, en muros y paredes, empleando recursos muy modestos, sus miembros pintaron una consigna breve pero que todos entendían -M-26-7- o un nombre que otros querían silenciar: Fidel.
Frente al ambiente hostil que hacía imposible la lucha política abierta, Fidel se marchó a México con el fin de organizar el regreso para llevar a cabo la batalla que pondría fin a la tiranía. Lo proclamó abiertamente asumiendo un compromiso histórico –“en el 56 seremos libres o mártires”- y afrontando nuevamente a los cultores de la inacción y el desánimo.
Y también sus burlas: un periódico gubernamental encabezaba su portada cada día con la cifra que marcaba los días transcurridos de 1956 sin que se hubiera cumplido la desafiante promesa.
Avanzaba noviembre y se intensificaba la propaganda contra los moncadistas. Las manifestaciones organizadas por la FEU y el recién creado Directorio Revolucionario alcanzaron su clímax y provocaron el cierre de la Universidad. El último día del mes, como acción de apoyo al desembarco, el M-26-7 llevó a cabo la insurrección en Santiago de Cuba.
Dos días después arribaron a las costas orientales Fidel y sus compañeros en el yate Granma en lo que el Che describió como un “naufragio”. Dispersos y perseguidos por el Ejército un pequeño grupo logró finalmente reencontrarse en la Sierra Maestra. Una buena parte de los expedicionarios murieron combatiendo o fueron asesinados.
Entre ellos, según dieron cuenta las Agencias noticiosas norteamericanas, su principal líder. La muerte de Fidel fue reportada en primera plana por todos los medios informativos. La angustia y la incertidumbre se mantuvo hasta que, pasado un tiempo que parecía interminable, poco a poco, por los canales clandestinos, se fue conociendo la verdad.
Los últimos dos años de la dictadura fueron de crímenes y atropellos generalizados en las zonas urbanas mientras el foco guerrillero inicial crecía hasta transformarse en el Ejército Rebelde.
El “fidelismo” alcanzó masividad. En la noche del 8 no noviembre de 1957 se produjeron en La Habana cien explosiones simultáneamente cada una en un barrio diferente y distante del otro. Eran petardos, artefactos más bien artesanales, que sólo produjeron ruido. No hubo heridos y nadie fue detenido por la policía que se desplazaba frenética de un lado a otro. Fue una demostración sonora de que el 26 estaba en todas partes y de la eficaz organización de sus brigadas juveniles.
El asesinato de Fontán, el 7 de febrero de 1958, desató una huelga general estudiantil, que se extendió hasta mayo, paralizó todos los centros de enseñanza, incluidos las universidades y academias privadas y provocó las renuncias de dos ministros batistianos de Educación.
Nunca antes se había producido en Cuba movimiento semejante, de tal amplitud y por tanto tiempo. Durante tres meses fracasaron todos los intentos, violentos o “pacíficos”, para ponerle fin. El paro estudiantil continuó incluso varias semanas después que el movimiento sufriese en La Habana su más dolorosa y sangrienta derrota.
Pero el fracaso del intento de huelga general obrera, el 9 de abril, fue un golpe muy severo que diezmó a la militancia urbana, desbarató casi por completo el aparato clandestino y permitió a la dictadura movilizar miles de soldados para lanzar contra la Sierra Maestra lo que imaginaba sería su ataque final. Otra vez todo dependía de Fidel y su liderazgo.
La ofensiva batistiana fracasó completamente. El Ejército Rebelde, consolidado en Oriente, envió dos columnas, dirigidas por el Che y Camilo Cienfuegos, que atravesaron la mitad de la isla y vencieron en numerosos combates en su región central. Los rebeldes estaban próximos a liberar las ciudades de Santiago de Cuba y Santa Clara. El último día de diciembre el dictador preparó su fuga y en estrecha coordinación con el Embajador norteamericano, dejó instalada en La Habana una Junta Militar que hubiera sido la continuidad de su régimen. Para frustrar la maniobra, Fidel convocó a la huelga general.
El primer día del nuevo año, desde muy temprano el pueblo se hizo dueño de las calles en la capital. Las brigadas juveniles, desprovistas casi completamente de armas, ocuparon todas las estaciones de la policía sin encontrar resistencia de una tropa desmoralizada y nerviosa. Hubo que enfrentar, sin embargo, en otras partes de la ciudad, los disparos de grupos paramilitares del batistato.
La huelga continuó hasta el derrumbe total de la tiranía. El 8 de enero Fidel entró triunfante en una ciudad que era ya, finalmente, “fidelista”.
La Revolución triunfante debería encarar obstáculos más poderosos y riesgos aun mayores durante más de medio siglo. La agresión política, diplomática y propagandística, los ataques armados, la subversión y los sabotajes y el bloqueo económico que aun continúa y es el genocidio más prolongado de la historia. Y también el derrumbe de la U.R.S.S. y la desaparición de aliados y socios comerciales y el aislamiento total de la Isla.
Ha sido un camino largo y tormentoso que el pueblo recorrió guiado por Fidel.
Cumple ahora noventa años el hombre que debió enfrentar más de seiscientos planes de atentados contra su vida y cuya muerte ha sido anunciada en incontables ocasiones por la propaganda imperialista. Quizá algún día sus enemigos deberán admitir que nunca lo podrán matar. Porque Fidel y su pueblo son uno y lo mismo. Y ese pueblo, en gran medida gracias a él, es invencible.
*Doctor en Filosofía y Letras, escritor y político cubano. Fue Embajador ante la ONU y Canciller de Cuba. Presidió durante 20 años el Parlamento cubano.
(Tomado de Cubadebate)