por Vladia Rubio
Salvo algún cuatro esquinas, un rudimentario juego de fútbol es raro en estas vacaciones ver a los muchachos en esos juegos tradicionales que también conforman nuestra identidad. ¿Se desdibujan tradiciones?
Las líneas trazadas con tiza sobre la acera ya van despintándose bajo el paso de tantos transeúntes. Nadie repara en que junto con la ya empalidecida raya de ese juego de Pon, tantas veces evadida por pies pequeños para seguir ganando, va también borrándose la infancia de abuelos y bisabuelos.
Qué bien que los video juegos y otras alternativas tecnológicas estén hoy entre los preferidos por los muchachos, pero qué mal que se vaya haciendo tan raro tropezarse con un grupo de niños jugando a las bolas, a los “pega’os” o muchachitas saltando a la suiza, o jugando a los palitos chinos.
Tan extraño va resultando, que el otro día pregunté a la sobrinita de una amiga si ella tenía yaquis, y con cara de total inocencia me respondió “¿qué es eso?”
Una sensación de vacío, como sustancia gris, fría y amorfa que se aposentara en mi garganta, me impidió responderle. Y no porque hubieran sido pocas las horas que, de niña, dediqué a ese entretenimiento; tampoco porque se hiciera evidente cuántos calendarios me separaban ya de mi infancia.
Ocurre que esos juegos tradicionales, rondas infantiles incluidas, forman parte de lo que fuimos y hoy somos. Conforman también nuestra identidad y patrimonio cultural. Pero, paradójicamente, “han desaparecido casi en su totalidad de la actividad lúdica y del conocimiento infantiles y de las cohortes de jóvenes y adultos que les preceden en la Cuba actual”.
Así aseguró en 2013 a La Jiribilla el antropólogo Rodrigo Espina, una de las voces más autorizadas sobre este tema en el panorama nacional. Han transcurrido tres años desde entonces y la cosa parece ir a peor.
Basta asomarse a nuestras calles en vacaciones para constatarlo. Parece que va convirtiéndose en algo raro tropezarse con un grupo de muchachos enfrascado con entusiasmo en un Cuatro Esquinas o haciendo girar un trompo con la maestría de entendidos en secretos giroscópicos y de centros gravitatorios.
Con independencia de los peldaños que ha descendido el beisbol en la Isla –lo cual sin duda repercute en las motivaciones o no de los niños para practicarlo, soñando ser un gran lanzador o bateador-, este descenso de los juegos tradicionales en las preferencias de los menores cubanos parece tener variadas causas.
La familia y la escuela como principales instituciones socializadoras del menor, parecen haberle “quitado el pie” al asunto, dejando a la buena de dios los intereses lúdicros del niños o, mejor, dejándolos a la buena de la tecnología.
Es innegable que las llamadas nuevas tecnologías –algunas ya no tan nuevas- están haciéndole una desleal competencia al trompo, las bolas, el papalote, los cogí’os, la rueda-rueda, el ula ula, la suiza, los yaquis y demás entretenimientos de quienes suman más de cuatro décadas, o quizás algo menos.
En la investigación “Socialización de adolescentes y jóvenes. Retos y oportunidades para la sociedad cubana actual”, publicada no hace dos años por la Editorial Ciencias Sociales, sus autoras María Isabel Domínguez, Idania Rego y Claudia Castilla, aseguran que los adolescentes y jóvenes participantes en la indagación “enfatizaron en que son fuente de entretenimiento –ya que se utilizan para escuchar música, jugar, ver series y películas-…”
“Ocasionalmente, se alude a otros aspectos de interés, como el cambio que han traído (las NTIC) en las actividades infantiles (“los niños no andan en la calle”), lo cual posteriormente es visto también como una desventaja”.
Sin duda, el uso de estas nuevas tecnologías impacta en la conformación de identidades y valores de los cubanos más nuevos, los “nativos digitales”, aun cuando el acceso a las mismas les haya llegado con algo de retraso.
Las investigadoras del citado estudio decidieron no resumir con un signo positivo o negativo el resultado de la interacción de los muchachos con el mundo digital. Estos saldos son tan diversos y polivalentes que sería poco serio echar mano a una u otra etiqueta.
Pero una cosa sí puede asegurarse: cada vez se ve a menos niños y adolescentes practicando juegos tradicionales y ello es algo que lamentar.
Porque si bien los videojuegos y sus muchos parientes propician el desarrollo de habilidades, de estrategias para la solución de problemas, ejercitan la concentración y el razonamiento, entre otros puntos a favor; no deberían olvidarse los otros tantos positivos que adornan los juegos que ya entretenían a nuestros abuelos.
Y no por un problema sentimental, sino porque ese abundante caudal de entretenimientos tradicionales fue creado por el saber popular para ayudar con el despliegue de habilidades mentales y físicas, que no siempre encuentran sustituto, sobre todo las últimas, frente a una pantalla de ordenador, tablet o celular.
Por no hablar ya del desarrollo del lenguaje oral, el cual sí está encontrando un considerable valladar de gigabytes. A tal punto ocurre, que ya se comenta sobre formas nuevas de comunicación incentivadas por las tecnologías. Es mediante el juego tradicional que los muchachos se identifican con su cuerpo, que esconden, lo hacen saltar, correr…; y, a la vez, se identifican con el otro.
No es con un clic del mouse o simplemente tocando una pantalla que se conoce de emociones ajenas, que se siente solidaridad con el amigo o compromiso con el equipo, o se vivencia toda la adrenalina de ser retado, que se tensan cuerpo y mente para alcanzar el triunfo. “Resulta difícil disociar el juego tradicional del comportamiento humano…”, sentencia el autor Pere Lavega, estudioso del tema juego.
¿De pan y canela?
Que jugar al Burrito 21, al chucho escondido, la gallinita ciega, el perrito goloso, o girar con la rueda-rueda de pan y canela vaya desdibujándose no es solo un fenómeno privativo de esta Isla; lo asegura el destacado antropólogo Rodrigo Espina, ya citado.
Además de lo ya comentado en este texto periodístico, Espina considera que ha ocurrido esta ruptura con la tradición debido a “cambios en la orientación de las funciones familiares, incorporación masiva de la mujer al trabajo, participación etaria más amplia en las tareas sociales, universalización de la enseñanza y el urgente aumento del personal docente, modernización y agilización de los procesos educacionales para dar respuesta a las necesidades crecientes del desarrollo económico; lo que implicó un pedagogismo a ultranza”, entre otras.
Poco sentido tendría aventurar cuáles de las razones tienen mayor peso: que si las nuevas tecnologías, que si los profe, que si los padres…
El antropólogo insiste en que “De la escuela tiene que dimanar hacia la comunidad y la familia esta tarea de restitución o rescate de los juegos. Pero para lograr estos objetivos, la propia escuela debe reformular sus enfoques y apreciaciones en relación con el juego infantil y en particular el tradicional”.
Más adelante, en su artículo “Presencia, espacios y momentos del juego en la escuela primaria. Un estudio etnográfico”, precisa que “Es en la familia donde comienzan y se asientan los procesos identitarios, acendrados luego por la comunidad, las instituciones docentes y el resto de las instituciones sociales”.
En fin, que familia, escuela, medios de comunicación, comunidades, entorno audiovisual todo, deberían parar mientes en este sensible tema. Y conste que abogar por el rescate de los juegos tradicionales no implica denostar de otro tipo de juegos como los posibilitados por las nuevas tecnologías. De estos últimos, los hay muy malos, y los hay muy buenos.
Ya casi termina este calurosísimo julio, y vale evocar a José Martí en “Un juego nuevo y otros viejos”, refiriéndose a un estío muy distante ya y lejano: “En verano, cuando se oyen muchas carcajadas en una casa, es que están jugando al burro. No lo juegan los niños sólo, sino las personas mayores.”
Ahora, cuando se escuchan muchas carcajadas en una casa, si son infantiles, probablemente resuenen junto a una pantalla y sin que las miradas se crucen.
( CubaSí )