Por: Ricardo Ronquillo
El Gran Almirante de la Mar Océana, Cristóforo Colombo, anclado en una estatua a la entrada del malecón baracoense, da la impresión por estos días de un conquistador y mensajero de Dios esquivo, avergonzado. No tiene mejor tono, a solo un metro de su simbólica figura, la cruz que reproduce una de aquellas de parra, plantadas en estas tierras como signo de la llegada de la evangelización.
La primera villa y capital de Cuba vivió una dura lidia entre los ángeles y el demonio la noche del 4 de octubre pasado, y no pudo librarse de los catastróficos delirios del maligno, pese a su saga de más de 500 años de fundadora de la cristiandad en tierras americanas. Los más supersticiosos en la urbe afirman ahora que Matthew vino a recordar lo que muchos a veces olvidan: que esta es una ciudad y una región signadas por la llamada «maldición del pelú».
Se trata de una de esas leyendas, entre las tantas que habitan en el espíritu local, que relata la historia de un hombre despreciable que, expulsado de estas tierras, las condenó en su partida al destierro a una eternidad de pobreza y miserias diversas.
Hay mucho de esa maldición en la Baracoa que se encuentra por estos días el forastero, y también aquellos que la han vivido en todos sus encantos urbanísticos y naturales. En entrevista reciente, Alejandro Hartman, historiador de la ciudad, la describía con todo su patrimonio bajo las estrellas, ante tanta cobija arrastrada por los vientos. La imagen, ya de por sí dramática, no logra, sin embargo, dibujar el duro horizonte dejado por el huracán.
La primogénita de las ciudades cubanas parece más bien haber sido violentamente desnudada, y después penetrada por un monstruo. Tiene las apariencias de una dama recatada y encantadora a la que se le despoja con saña de todos sus atuendos, y a la que se le ve intentando, sin lograrlo, taparse todas sus partes pudentas, y no pudentas. Todo lo que antes era protegido por el hermoso follaje natural, ya sea la hiriente humildad de muchos hogares o la voluptuosidad de las montañas, ha quedado hoy penosamente a la vista, ante los ojos atónitos del común de los mortales. El resguardo de la intimidad fue una virtud arrastrada por el viento y el «fuego», porque solo algo como eso, como alegan los lugareños, pudo haber derribado y quemado lo humano y lo divino.
Aquí van más cosas que gente
Desde que monté en la Yutong con rumbo al centro del desastre, ya este lo marcaba todo. «Antes yo era feliz cuando me montaba en esta guagua para irme a casa de mi familia, pero ahora soy todo tristeza», narraba una señora a su compañera de viaje. Esta última cargaba con diez cartones de huevos dentro de una caja de cartón, buena parte de cuya yema y clara corrió como torrente por el piso del ómnibus. El chofer, con fama de malas pulgas, se resignó al «desastrillo» de su carro. Entregó una flamante colcha de trapear a la anciana, que dejó el piso como el de su casa.
La primera expresión de que la nuestra era una guagua rumbo a una zona de desastre era la enorme cantidad de paquetes y cajas que cargaban los pasajeros. «Aquí van más cosas que gente», decía asombrado un viajante, que también llevaba lo suyo.
A la llegada, a primera vista, la ciudad y sus paisajes semejan espectros de sí mismos. De la voluptuosidad de las «tetas de Santa Teresa» solo queda ahora el recuerdo lastimero. El singular par de senos naturales que daban la bienvenida bajando La Farola carece de la particular sensualidad que despertaba los especiales apetitos turísticos. La Farola misma, como la describió Hartman, duele por apagada en su espesura y diversidad natural. La India dormida, si es que logra adivinarse entre las faldas serranas, más parece despertarse de una pesadilla que de un sueño, y al poderoso Yunque se le dibujan desde la distancia hasta las tiras del pellejo.
Como dijo un añejo y ferviente aplatanado a quien el amor trajo a estas tierras que nunca padecieron furias semejantes, el huracán tumbó matas como un demonio en todas direcciones, y en esa poda inclemente y furibunda, entre los grandes heridos estuvieron los cocoteros y los sembradíos de cacao, esas otras particularísimas divinidades paisajísticas de la región.
Edificaciones emblemáticas sufren su propia desnudez. El Castillo de Seboruco, antiguo cuartel militar español, devenido hermoso y confortable hotel sobre los dominios de la Primera en el tiempo, no salió indemne de este «ataque». Desde la distancia se extrañan sus techos de tejas francesas que padecieron la infernal arremetida. El no menos singular hotel La Rusa parece a la espera de una nueva «consagración», no importa que sea carpenteriana, o de la primavera. Lo importante es que lo devuelva a sus esplendores y la leyenda después de este otro despojo.
El indio que todo lo mira
Entre tanta inclemencia llama la atención la figura erguida e imperturbable del cacique Hatuey frente a la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, que fuera la primera catedral de la Isla y donde se oficiara la primera misa.
Tal vez el aborigen rebelde, plantado en esta zona donde se dio la primera contienda antocolonialista de los diez años y donde no se resignan a que ardiera por insumiso en las cercanías de Bayamo, señale a los que aquí viven y sueñan que la única manera de espantar todas las maldiciones es haciendo valer ahora el ancestral espíritu de humildad, hidalguía y resistencia que moldea estos contornos, el mismo que comienza a hacer resurgir la ciudad y sus alrededores de entre los escombros.
Ello es más necesario en estos momentos, cuando lo más hiriente del rastro destructivo del ciclón desaparece, se desplaza del centro de la ciudad y sus bateyes a las periferias, al interior de los barrios y de las casas, allí donde fueron devorados incluso hasta los recuerdos. Todo el enorme basural en que se convirtió Baracoa al paso de Matthew ya no existe. La ciudad ya tiene todas sus calles limpias y el servicio eléctrico se va expandiendo a casi todos los rincones. Este viernes el grito unánime en el batey de El Güirito, a unos 20 kilómetros de La Primada, devenía coro colectivo de alegría ante la llegada de la electricidad.
«Acá ha venido gente a ayudarnos de todas partes. Esto ha sido tremendo», me dice el conductor del bicitaxi, que por unas pocas cuadras de pedaleo me cobra 30 pesos. El precio lo sentí tan inclemente como el huracán, pero lo perdoné al saber que el techo de su vivienda voló por los aires y porque, por alguna extraña razón, siempre soy confundido en muchas partes de Cuba con un turista, o al menos con un «maceta». Por este hombre supe que hay habitantes de la ciudad que cuando regresen del exterior solo encontrarán el suelo «pela’o» de lo que antes era una casa de placa en las cercanías del malecón. También que no ha faltado comida desde que la urbe se repuso del primer sopor, y que esta, junto a valiosos artículos de primera necesidad, están muy al alcance del bolsillo por decisión del Gobierno central.
Lo difícil son las colas para acceder a muchos de esos productos en rebaja, algunos de los cuales solo se venden en la ciudad. Están resultando molestas las jornadas para adquirir los materiales que se entregan por subsidios o se venden para la reconstrucción de las viviendas en las zonas intramontanas apartadas. Así lo relató Maribel Suarez, una joven a quien el huracán le llevó el techo de zinc de su casa, levantada después del paso de otro ciclón que la dejó en el descampado en los alrededores de la bahía de Mata, por donde esta vez salió el ojo de Matthew. Esta es la segunda ocasión que un ciclón le pasa factura. También ha sido necesario para algunos amarrar como han podido los techos, porque los clavos no aparecen.
Pero entre tantas desgarraduras la vida comienza a imponerse. Por estos últimos días no faltan quienes advierten cómo empieza a emerger lentamente el verde a los paisajes, favorecido por unas lluvias que no dejan de caer, porque como dice un guajiro, es como si estas aguas fueran las «lágrimas de Dios», que busca reivindicarse de su olvido.
Otras señales alentadoras regala la naturaleza y se hacen centro de las conversaciones. Las pencas de muchos cocoteros, que parecían haber sido estiradas hacia el suelo por peines calientes, comienzan a volverse milagrosamente frondosas. Y por sobre las puntas de las palmas empiezan a moverse pequeños penachos al viento.
Los científicos, con su sapiencia técnica más apegada a los cálculos que al alma, le llaman a ello la capacidad de resiliencia de la naturaleza. Por acá, estas personas que solo saben de lo que les enseña caprichosa su existencia, prefieren decir que comienza a brotar, por sobre todos los desplomes, la fuerza de la vida. (Tomado de Juventud Rebelde)