Por Graziella Pogolotti*
La aparición de Corín Tellado, en aquel lejano entonces, me colocó al borde de la quiebra. Ganaba mis centavos traduciendo media revista Vanidades. A los consejos médicos, las noticias de la moda y temas de maquillaje, se añadía lo más jugoso: las versiones de novelas rosa publicadas por revistas francesas dirigidas a las mujeres.
Trabajaba por cuenta propia. Solo debía entregar la tarea en tiempo y forma. Utilizaba el horario que mejor se aviniera a mis restantes compromisos intelectuales.
Con el triunfo de la Revolución, me inicié en la disciplina impuesta por la vida institucional. Marcaba el reloj a las ocho de la mañana en la Biblioteca Nacional y terminaba mi jornada en la Universidad, ya bien entrada la noche.
De ese modo, junto a Vicentina Antuña, directora de la Escuela de Letras y Arte, y María Teresa Freyre de Andrade, directora de la Biblioteca Nacional, fui aprendiendo a trabajar. Eran personalidades diferentes. Coincidían en rectitud, ética y sentido de la responsabilidad.
La profesora de latín, nuestra magistra, parecía disponer de todo el tiempo imaginable. María Teresa, en cambio, estaba acosada por la impaciencia. Ambas coincidían, sin embargo, en el hábito de iniciar cada jornada con el despacho sistemático de los asuntos pendientes.
Revisaban la correspondencia. Respondían de inmediato, anotaban las observaciones pertinentes en los informes, distribuían las tareas, firmaban documentos. De Vicentina aprendí una palabra de uso poco frecuente: procrastinación. Equivale, en un lenguaje más familiar, a no dejar para mañana lo que puede hacerse hoy.
Una y otra contaban con un equipo de dirección. En la Universidad, la Reforma había creado las comisiones de docencia, encargadas de dar seguimiento a la implantación de los planes de estudio. El caso de María Teresa merece párrafo aparte.
La Directora de la Biblioteca se apoyaba en los especialistas situados al frente de cada departamento. El consejo de dirección incluía también a un singular conglomerado de figuras prominentes de la cultura cubana.
Allí estaban el polígrafo Juan Pérez de la Riva, el compositor y etnógrafo Argeliers León, los poetas y ensayistas Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García Marruz. Algunas principiantes se incorporaban al grupo en igualdad de condiciones.
Con cierta frecuencia, una llamada urgente nos convocaba de inmediato a la dirección. Después del saludo cortés, María Teresa nos informaba de manera tajante: '¡Estamos en crisis!'.
Repasábamos lo hecho. Juan, Cintio y Fina exhumaban documentos valiosos; Eliseo entrenaba a los narradores de cuentos para niños; la extensión bibliotecaria depositaba préstamos de libros y de reproducciones de arte en los sindicatos; y en el teatro las tardes estaban ocupadas por ciclos de conferencias.
Después de escuchar nuestros alegatos, María Teresa concluía: «Hay crisis porque estamos satisfechos». Se desataba entonces la tormenta de ideas y surgían nuevos proyectos.
De ese aprendizaje juvenil con Vicentina y María Teresa, adquirí para el resto de mi vida dos enseñanzas fundamentales. Una de ellas consiste en desterrar toda tentativa de postergar la asunción de la tediosa tarea de revisar y firmar documentos.
Es mi primera actividad del día y resultaría conveniente extender el hábito a tanto funcionario procrastinante que acumula y engaveta papeles sin tener en cuenta las repercusiones de su desidia en la vida de otros.
Mi segunda lección implica una filosofía de la vida. Crisis no es sinónimo de derrumbe. Sugiere la noción de tránsito de una a otra etapa, que se manifiesta en la agudización de las contradicciones.
Así ocurre con la llamada crisis de la adolescencia, con sus incertidumbres, gestos de rebeldía, y con los bien conocidos arranques de alegría y depresión. Son las vísperas complejas de una madurez que va avanzando, preludio necesario del salto hacia adelante.
Hace poco, un científico entrenado en los rigores metodológicos de la Física me mostraba un notable texto de Einstein. El célebre autor de la teoría de la relatividad fue un hombre de sólidos principios, comprometido con los tiempos difíciles para los hebreos. Einstein destacaba la productividad potencial de esas horas difíciles, germen insólito de creatividad.
En la naturaleza, las crisis de desarrollo se solucionan de manera espontánea. No sucede de igual modo en la sociedad, con sus contradicciones, sus tironeos, con la complejidad añadida del entremezclarse de cuerpos de distinta densidad y ritmo. En este ámbito, las crisis son productivas porque incitan a un despertar de la creatividad.
Para lograrlo de manera efectiva, tienen que contar con una dirección política, constituida en fuerza catalizadora de las tendencias mejor orientadas hacia la construcción de las naciones, capaces de promover alianzas, transitorias algunas, duraderas otras, a la vez que mantiene fidelidad a principios irrenunciables.
En este sentido, el ejemplo de Fidel conserva un valor inapreciable. Con la brújula imantada hacia el porvenir, edificó consensos en los momentos más difíciles. Valoró siempre costos y ganancias.
Estableció el equilibrio exacto entre audacia y cautela. En su esencial discurso del Aula Magna subrayó la importancia de distinguir entre las líneas estratégicas insoslayables y los inevitables repliegues tácticos.
Lo hizo en la campaña guerrillera y, luego, en la preservación de la estabilidad en circunstancias que nos colocaron al borde del abismo.
Para conjurar la crisis, hay que conocer su perfil exacto. El desafío planetario de nuestro tiempo no tiene precedentes en la historia. Ante una izquierda fragmentada, Fidel nos hizo compartir el parto de las ideas que podemos rescatar más allá de las citas aisladas en el hilo conductor de un discurso ininterrumpido.
En los instantes más difíciles (la Crisis de Octubre y el anuncio del posible derrumbe de la URSS) tomó el toro por los cuernos y nos transmitió la conciencia de la responsabilidad colectiva para la preservación de los más altos valores de la nación.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)