Por Graziella Pogolotti
En los 60 del pasado siglo, leer se convirtió en pasión compartida. La Campaña de Alfabetización en Cuba y el impulso a la educación de adultos, los desafíos impuestos por la demanda de una sociedad en construcción hicieron apremiante el hambre de conocimiento.
Se estaba produciendo un redescubrir del mundo propio y del entorno más distante, así como de las relaciones de interdependencia entre uno y otro.
Vedada a muchos históricamente, la posibilidad de aprender resultaba una conquista tangible de los nuevos tiempos.
Privada de ella durante muchos años, dependiente de escasa y costosa importación, la producción nacional de libros alcanzó cifras sin precedentes.
Los clásicos de la literatura se pusieron al alcance de todos. En el transcurso de pocas décadas, el panorama ha cambiado.
En el mundo y también entre nosotros, el hábito de leer tiene que ser reconquistado, desplazado ahora por la presencia avasallante del audiovisual. La seducción del espectáculo convoca a un destinatario cada vez más pasivo, simple receptor de valores que conforman una filosofía de la vida.
El correo electrónico y el celular reducen la comunicación a una brevedad esquematizante. Queda poco espacio para la reflexión compartida, para la expresión de los matices en la observación de la realidad, y para las múltiples variantes del complejo universo de la sensibilidad, todas conquistas de la especie en un decursar milenario.
Actividad solitaria, la lectura genera puentes para una comunicación enriquecedora. Abre el acceso al mundo de las palabras, incita a la formulación de interrogantes, estimula la imaginación y la creatividad, despierta curiosidades, invita a explorar la complejidad del mundo y de los seres humanos.
Pero la más productiva, como factor integrador de una visión de la cultura, nace de la relación íntima, eminentemente dialogante con la literatura.
Reafirma identidades, porque cada cual descubre en el texto sus propias claves, las más afines a sus vivencias, a su sensibilidad, a su estado de ánimo.
Por eso, no conoce fronteras de tiempo y espacio y los clásicos de ayer se mantienen vivos, son nuestros contemporáneos.
Ante la omnipresencia del audiovisual, rescatar los hábitos de lectura implica lograr la acción concertada de una pluralidad de instituciones.
Como punto de partida habrá de estar la toma de conciencia de la necesidad impostergable de mantener vivo un proyecto de desarrollo humano en el cual la persona pueda alcanzar su plenitud en el equilibrio entre la satisfacción de las exigencias de orden material y la compensación en el plano de lo espiritual.
Porque la realización individual no se satisface con la acumulación de bienes, cuya demanda puede ser infinita. Hay un ámbito de la subjetividad que reside en las zonas más íntimas del ser y encuentra vías de escape en la recreación y el entretenimiento.
Responde a una sensación de vacío que conduce a las conductas caracterizadas por un gregarismo sin horizontes y puede encontrar refugio en vías de escape adictivas. La lectura favorece un empleo del tiempo más productivo. Es un puente tendido entre el disfrute y la superación permanente.
El hábito de leer requiere entrenamiento. En condiciones ideales, todo habrá de empezar por la familia, por un ambiente animado, por un intercambio de ideas. Pero, en nuestra contemporaneidad hecha en el andar de prisa, la intimidad hogareña ha perdido muchas de sus cualidades históricas.
Nos acomodamos a entregar al niño a la contemplación temprana y excesiva de la pantalla o a los recursos más sofisticados de la tecnología contemporánea.
En estas circunstancias se acrecienta la responsabilidad de la escuela que, en su permanente perfeccionamiento, deberá conceder importancia creciente al fomento de la lectura desde edades tempranas.
No reducida a un didactismo utilitario, la selección de los textos debe contribuir al despertar de la imaginación. Verificar la comprensión del texto es un primer paso ineludible.
La lectura tiene que favorecer la comunicación verbal entre los educandos y propiciar mecanismos de asociación que establezcan vínculos con la experiencia de vida de cada cual, porque leer de manera activa implica recrear, induce a profundizar en el autorreconocimiento y a la multiplicación de las relaciones del yo con el universo inmediato y con el más distante.
El hábito de la lectura tiene que regresar a los jóvenes y a los adultos. A pesar del imperio de la tecnología, las bibliotecas mantienen plena vigencia en otros países. Entre nosotros requieren atención adecuada y actualización de sus fondos. La prensa concede espacio a la celebración anual de las ferias.
Aún en esta coyuntura excepcional, la atención no se centra suficientemente en el libro que desaparece del primer plano noticioso durante el resto del año. Los lectores habituales y potenciales requieren información.
Cada publicación importante debe convertirse en acontecimiento, más allá de la noticia rutinaria de lo sucedido en las presentaciones sabatinas.
Una rápida observación de las páginas culturales de nuestros diarios revela que el concepto de cultura se ha reducido a la música y a referencias menores al cine, las artes visuales y el teatro.
Carente de reseñas sistemáticas que informen acerca del autor, el contenido y sus cualidades esenciales, el libro permanece en la orfandad más absoluta, mientras el país entrega recursos para sostener la industria nacional, a pesar de las limitaciones financieras que nos abruman. Ya no disponemos de las admirables cifras anuales de otrora.
Pero siguen saliendo libros de considerable interés en los campos de la literatura y de las ciencias sociales. Existe, pues, una voluntad política de preservar el hábito de lectura en un rango de destinatarios que sobrepase los círculos estrechos de un gremio.
Pero esa voluntad tiene que traducirse en la implementación de prácticas concretas y sistemáticas, mediante la acción concertada de la educación, la cultura y los medios masivos de difusión.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)