Por: Alina Lotti/CubaSí
¿Somos vulgares los cubanos? ¿Cómo y por qué este mal se ha extendido tanto en una sociedad que profesa, precisamente, todo lo contrario? ¿Qué hacer ante un fenómeno que cobra cada vez mayor fuerza?
Es cierto, la vulgaridad ha «ganado terreno», y ello preocupa a una buena parte de la población, con lo cual doy respuesta a la primera de las interrogantes. No obstante, es una realidad que ha crecido como la mala hierba, y una mirada al asunto no encuentra una rápida solución.
Formas de vestir y peinados extravagantes; letras de canciones, videos clip y spots desagradables; palabras obscenas a toda hora y en cualquier momento; gestos groseros que no se concentran en un grupo poblacional, en una edad o sector determinados, constituyen algunas de las manifestaciones con las cuales tropezamos a diario de un extremo a otro del país.
Hogar y escuela: un accionar inseparable
Muchos padres sufren el fenómeno en el seno del hogar. Isa, una bloguera de la occidental provincia de Pinar del Río, aseguró que muchos de ellos se «quejan de que sus hijos adolescentes o jóvenes son cada vez más desobedientes y tienden, en ocasiones, a presentar una actitud vulgar en su comportamiento diario».
Y agregaba: «Algunos papás y mamás son magníficos trabajadores; para conseguir su formación correcta, invirtieron más horas en sus ocupaciones laborales y no transmitieron la seguridad y la comprensión que sus descendientes requerían».
Ahora bien, todo eso es cierto; no obstante, parte del criterio de que tales familias no son vulgares.
¿Qué asideros tiene un pequeño cuando en su hogar vive rodeado de modales incorrectos, malas palabras y otras conductas deplorables, que lo alejan de una infancia segura y feliz?
Las «cadenas de la vida», así nombro tales situaciones, pues se trata de comportamientos y actitudes que se transmiten de generación a generación, por lo que resulta complicado llevar a cabo en esos contextos una adecuada labor educativa.
Por mucho que haga la escuela, incluso los llamados factores de la comunidad —dígase cederistas, federadas y vecinos—, el niño vive en un ambiente hostil, que no coadyuva a su formación. De ahí que necesite una atención diferenciada por parte de maestros y directivos, sobre la base de un diagnóstico temprano y certero.
Tanto en la casa como en la escuela, el ejemplo es esencial. Si la mamá, el papá o la maestra gritan; si gesticulan fuerte; si fuman; visten de forma incorrecta; dicen mentiras; no son honestos; los muchachos harán exactamente lo mismo.
«Resulta muy desagradable ver cómo un alumno contesta descompuestamente a su maestra o a sus propios progenitores y utiliza esa jerga callejera como lenguaje común —enfatizó Isa—. Los modales para hablar, sentarse a la mesa, dirigirse a una persona mayor, y mantener un buen porte y aspecto, entre otros detalles, se cultivan desde los primeros años de vida del niño».
Un llamado a tener presente
La vulgaridad no es un fenómeno exclusivo de Cuba, aunque, claro está, nos duele sobremanera y lo sufrimos a diario en los espacios públicos. Ha estado presente en cualquier época, sin embargo, en los últimos años se ha hecho más evidente.
Sus manifestaciones se asocian al proceso de pérdida de valores que —según especialistas e investigadores— se acrecentó con posterioridad al llamado período especial, cuando muchas familias cubanas centraron su mirada en aspectos relacionados con la economía y la sobrevivencia.
Una llamada de atención hizo, en julio del año 2013, el presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, General de Ejército Raúl Castro Ruz. En esa oportunidad expresó: «Hemos percibido con dolor, a lo largo de los más de 20 años de período especial, el acrecentado deterioro de valores morales y cívicos, como la honestidad, la decencia, la vergüenza, el decoro, la honradez y la sensibilidad ante los problemas de los demás».
Luego de comentar un sinnúmero de conductas negativas con las cuales convivimos, resaltó que «no puede aceptarse identificar vulgaridad con modernidad, ni chabacanería ni desfachatez con el progreso; vivir en sociedad conlleva, en primer lugar, asumir normas que preserven el respeto al derecho ajeno y la decencia.
«(….) Conductas, antes propias de la marginalidad, como gritar a viva voz en plena calle, el uso indiscriminado de palabras obscenas y la chabacanería al hablar, han venido incorporándose al actuar de no pocos ciudadanos, con independencia de su nivel educacional o edad».
Al mismo tiempo, recalcó el papel de los maestros y los padres. «Es sabido que el hogar y la escuela conforman el sagrado binomio de la formación del individuo en función de la sociedad, y estos actos representan ya no solo un perjuicio social, sino graves grietas de carácter familiar y escolar».
Sobre el asunto, la profesora guantanamera Ruth Vargas, con sobradas experiencias en el sector, apuntó que «la vulgaridad es algo indeseable, denigra a quien la expresa y caracteriza esa personalidad. Con tristeza la observamos en las escuelas, en la relación entre educadores y alumnos. Desde que el niño comienza a hablar hay que enseñarlo, pero el mejor método es el ejemplo personal de todo el que lo rodea».
Así que el combate contra la vulgaridad está entre nosotros mismos y, por supuesto, los medios de comunicación tienen también el deber de contribuir a llevarla a una mínima expresión.