Por Graziella Pogolotti*
No tengo respuesta para esa pregunta, aunque no puedo dejar de plantearme la interrogante. Como ellos, yo también soy portadora de una marca de época que he vivido activa e intensamente.
En un ambiente hostil, conocí las difíciles condiciones de un mercado laboral cerrado, viví el batallar que sucedió al golpe perpetrado por Batista, viví la caída de compañeros en la hermosa edad abierta a las ilusiones y al porvenir.
Quedaron por siempre en mi memoria las jornadas triunfales de una Revolución que rompió las barreras de lo hasta entonces imaginable. Me entregué de lleno a la tarea de construir lo soñado en el ámbito de la educación y la cultura. No fue un lecho de rosas.
Afronté contradicciones, pero en el hacer obra encontraba instantes de plena realización personal. Así fue creciendo una mentalidad hecha en el enfrentamiento a realidades concretas, en la conquista de nuevos saberes, en el crecimiento de un modo de pensar y sentir.
Mirarme hacia dentro, explorar mi origen y mi formación, dilucidar de dónde vengo me ofrece herramientas para entender al otro, paso indispensable para tender puentes hacia el diálogo necesario. A pesar de las coincidencias epocales, mi generación no fue homogénea. Ninguna lo es. No me refiero tan solo a las inevitables fracturas ideológicas.
Mi generación vio nacer la televisión. En aquella etapa inicial, el surgimiento del medio introdujo un elemento novedoso en el modo de vivir, pero no cambió en lo sustancial las costumbres.
En las noches del barrio, se mantenía el intercambio entre vecinos. El arte de la conversación era una práctica generalizada por la que transitaban los comentarios sobre las noticias del momento, las preocupaciones compartidas y el inevitable chismorreo. Los más jóvenes se desentendían del hablar de sus mayores.
Se iban agrupando según afinidad de intereses. Algunos se incorporaban al trabajo desde temprano. Otros, tenían la posibilidad de seguir estudiando e iban tejiendo sus propias redes de relaciones. Las diferencias de origen social creaban distancias insalvables.
Poca relación había entre los contextos de un trabajador capitalino y el abismo insondable de la miseria rural, acosado por la miseria, las amenazas de desalojo y la muerte temprana de los hijos. Tampoco era homogéneo el ambiente universitario.
Muchos estudiantes acudían tan solo motivados por el deseo de lograr el título que les viabilizaba la manera de ganar el sustento. Un sector minoritario aspiraba a cambiar el mundo mediante la participación en la política y en la cultura.
Fue una vanguardia que se constituyó en mayoría cuando el triunfo de la Revolución demostró que los sueños podían conquistarse con el esfuerzo mancomunado de todos en la lucha por la independencia y por el desarrollo. Muchos antiguos valladares se derrumbaron. Las oportunidades se abrieron. Hijos de campesinos se convirtieron en reputados científicos.
El contexto epocal influye en el comportamiento y en las expectativas de las generaciones emergentes. Resulta más desconcertante cuando los cambios se producen a ritmo acelerado. Atravesamos un tiempo en el que el capital financiero ejerce un dominio creciente y se impone sobre la economía real.
Lo acompañan las nuevas tecnologías de la comunicación que favorecen el acceso al conocimiento, aunque también convierten la realidad en espectáculo, acuñan falsas realidades, exaltan lo frívolo y lo perecedero, adormecen el espíritu crítico y tienden a homogeneizar modelos de conducta.
El vocabulario de inspiración neoliberal se convierte en moneda corriente de uso común para todos. Se exalta la competitividad, valor que exacerba el individualismo. Por otra parte, en nuestro entorno inmediato, las tensiones económicas afectan el vivir cotidiano y contribuyen a remodelar aspiraciones y proyectos de futuro.
Los rasgos característicos de un contexto epocal constituyen un referente imprescindible. Pero no agotan el conocimiento de la realidad. La juventud define una categoría etaria. Tiene, por tanto, un alto componente de abstracción.
El diálogo productivo con los jóvenes exige partir del reconocimiento de su heterogeneidad, al entrar en el terreno concreto de los ámbitos específicos en que se mueven y actúan, tanto en el entramado institucional del país –escuelas, centros laborales, redes culturales–, como en las zonas más informales que intervienen en la actividad laboral y recreativa.
Los estudios de nuestros centros de investigación ofrecen materiales de valía para detectar problemas con el propósito de ofrecer las respuestas en la práctica social concreta. Ante todo, para reconocer el perfil múltiple de quienes están emergiendo, escuchemos desprejuiciadamente sus voces en el ámbito que nos rodea.
Crecidos en el contexto epocal de nuestro tiempo, los jóvenes de ahora son también nuestros hijos. La sociedad no se divide en compartimentos estancos.
En el hogar, en la escuela, en el trabajo, en los medios de transporte y en la cola de la farmacia conviven los abuelos de la tercera edad, los hombres y mujeres en plenitud de capacidades con los que están en proceso de formación.
En ese coexistir cotidiano, a veces de manera inconsciente, estamos transmitiendo tradiciones, costumbres, modos de relacionarnos, valores. Cuando evoco mi infancia y mi juventud, reconozco mi rebeldía de entonces, mi resistencia a escuchar consejos, mi afán de independencia y de autoafirmación.
Y, sin embargo, reconozco que hay en mi forma de reaccionar, en mis normas de conducta y en los principios éticos que la animan, las enseñanzas que entonces me sembraron.
La sociedad es la escuela grande hecha por todos mientras vamos aprendiendo y participando.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)