Por Frey Beto
De aquí a cien años ya no seré. El puñado de cenizas que haya quedado de la cremación estará integrado al útero fértil de la tierra. De mi obra tal vez figuren, en un catálogo literario, solo uno o dos libros. En los archivos de un convento, un fraile curioso se enterará de que un día lo precedí en las sendas de Santo Domingo.
La idea de la inmortalidad es un fardo ridículo de vanidad póstuma. ¿Importan los aplausos después de que los actores dejan el escenario? La notoriedad no me halaga. Como soy minero, me cuadra la discreción, poder pararme anónimo en una esquina.
Me bastan las letras que me desnudan frente al lector y la fe de que me aguarda un fin infinito. Quiero el regazo de Dios. Nada más.
Sé que, como toda materia, comulgo con la perenne transustanciación de todas las cosas creadas. Existo, coexisto y subsisto en el Universo.
Ahora soy uno entre más de 7 mil millones. ¿Cómo cabe tanta pretensión en tan diminuta pequeñez? ¿Por qué se hinche el corazón de ambiciones? ¿Para que la impaciencia insana, la carrera contra el reloj, la irrefrenable gula frente al mundo circundante?
Cierro los ojos para ver mejor. La meditación me devuelve al Otro que no soy yo y que, sin embargo, es el fundamento de mi verdadera identidad. Eso renueva mi oxígeno espiritual. Remueve el cantero que llevo en lo más íntimo de mí, siempre a la espera de la inefable simiente divina. Porque el verdadero amor es siempre (e)t(i)erno.
De aquí a 100 años habrá sido inútil toda mi prisa. Esa voracidad del alma será solo un definitivo silencio en el tiempo. Estaré enmudecido por el olvido. No recogeré flores de primavera, ni oiré el sonido de la flauta en mis mañanas de oración. Transmutado en el ciclo implacable de la naturaleza, seré lo que ya fui: multitud de bacterias, humus de un tallo que brota, alimento de un reptil.
Tengo 13 mil 700 millones de años. Sé que, como toda materia, comulgo con la perenne transustanciación de todas las cosas creadas. Existo, coexisto y subsisto en el Universo.
Dentro de pocos años me tragará el ritmo de la entropía. Mis células se condensarán en moléculas integradas al baile alquímico de la evolución. De nuevo, seré uno con todo, como el océano, que es el resultado de la interacción de gotas de agua.
Esa certeza me salva de ansiedades. Vuelvo a mí mismo, a lo recóndito del espíritu, atento a la delicadeza de la vida. Todo es liturgia, basta tener ojos para creer: el pan sobre la mesa, el agua vertida en el vaso, la ventana batida por el viento, la rueda de piedra del amolador de cuchillos, la luz de la vela que se consume junto al sagrario, el olor dulce del mango, el misterio del momento exacto cuando me secuestra el sueño, el grito alegre de un niño al cortar una flor en lo que reste de jardín de aquí a 100 años.
Lo mejor de la existencia son las cuentas de su collar, los diminutos abalorios que forman bellos diseños, los pedazos de vidrio coloreado. La búsqueda de la utopía, la conversación inconsútil con los amigos, la lengua perfumada por el vino, los salmos recitados con la cadencia gregoriana, la siesta del domingo, el gesto de cariño, el cuidado solidario.
De aquí a 100 años el mundo estará, como siempre, entregado a sí mismo, pero sin el concurso de mis ambiciones, pretensiones e inquietudes.
Meditar sobre el futuro lejano me tranquiliza. Me impregna de algo muy importante: un profundo sentimiento de falta de importancia.