Por Alina Martínez
Para comprender los sentimientos que embargaban a José Martí al retornar a la tierra que lo había visto nacer después de su prolongado exilio, basta recordar la carta que dirigió a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, fechada el cuarto mes del año 1895:
“En Cuba libre les escribo, al romper el sol del 15 de abril, en una vega de los montes de Baracoa. Al fondo del rancho de yaguas, en una tabla de palma sobre cuatro horquetas, me he venido a escribir. (…) Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido avergonzado, y arrastrando la cadena de mi patria, toda mi vida”.
En esa misiva relataba un incidente ocurrido el día anterior que le provocó honda emoción:
“(…) al caer la tarde vi bajar hacia la cañada al General Gómez, seguido de los jefes y me hicieron seña de que me quedase lejos. Me quedé mohíno, creyendo que iban a concertar algún peligro en que me dejarían atrás. Al poco sube, llamándome, Ángel Guerra, con el rostro feliz. Es que Gómez, como General en Jefe, había acordado en Consejo de Jefes, a la vez que reconocerme en la guerra como Delegado del Partido Revolucionario, nombrarme en atención a mis servicios y a la opinión unánime que lo rodea, Mayor General del Ejército Libertador. ¡De un abrazo, igualaban mi pobre vida a la de sus diez años!”.
Respuesta necesaria al momento histórico
Así, con su proverbial modestia, Martí se sintió humilde ante un acto de justicia de quienes lo habían visto batallar con las armas de su excepcional liderazgo, en beneficio de todos.
¿Quién si no él había asumido voluntaria y desinteresadamente la titánica labor de impulsar la necesaria continuidad de la lid independentista, inflamando los corazones de los emigrados con el relato de las glorias vividas en los campos de batalla, y haciéndoles ver que había un pueblo esperando por nuevos libertadores que, inspirados en los primeros, llevaran adelante su obra inconclusa?
¿Quién si no él había soportado incomprensiones, ingratitudes y embridado impaciencias en su empeño por juntar las voluntades dispersas para lograr en Cuba, como le escribió a Gómez “con elementos nuevos, y en acuerdo con los problemas nuevos, una revolución seria, compacta e imponente, digna de que pongan mano en ella los hombres honrados?”.
¿Quién si no él fue capaz de concebir y fundar con esos elementos nuevos un Partido único y democrático, que dotó de una base firme la acción unitaria y patriótica de todas las fuerzas sociales decididas a sumarse a la lid emancipadora?
Y sería ese un Partido para lograr la independencia de Cuba y de Puerto Rico, fundar una nación capaz de asegurar la dicha de sus hijos y cumplir en el continente los complejos deberes que la situación geográfica de nuestro archipiélago le señalara.
Con su genio político, que le había permitido penetrar en la verdadera esencia de la sociedad estadounidense, el Apóstol había concebido una guerra, que a tono con las necesidades del momento histórico, rebasaba las fronteras cubanas para adquirir un carácter latinoamericanista y antimperialista.
Así lo expresó claramente el Manifiesto de Montecristi, suscrito por Martí y Gómez el 25 de marzo de 1895, y destinado a exponer ante el mundo y el pueblo cubano el propósito de la lid que estallara el 24 de febrero:
“La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en el plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas y al equilibrio aún vacilante del mundo”.
Y le concedía, por tanto, en su propio país, un sentido internacionalista al combatiente cubano: “Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo”.
Días antes de la firma del Manifiesto, Martí se había expresado en términos similares en carta dirigida al presidente del club 10 de Octubre, de Montecristi: “Que al fin cada ciudad de América sea una bolsa de la libertad de Cuba. Que es garantía indispensable de la de nuestra familia de pueblos en el continente. Estamos haciendo obra universal”.
Triunfo escamoteado
La caída de Martí en Dos Ríos fue un duro golpe que privó a la Revolución de su mirada de largo alcance para evitar que el curso de los acontecimientos frustrara los grandes propósitos que se trazó la gesta emancipadora.
No obstante los patriotas cubanos demostraron una vez más su capacidad de vencer la adversidad y pelearon en condiciones muy difíciles frente a un ejército colonial que no pudo resistir su empuje.
Nuevamente los campos de batalla de la insurrección se llenaron de gloria, con hazañas militares como la invasión de Oriente a Occidente, protagonizada por Gómez y Maceo, la cual despertó la admiración del mundo.
Mientras, se ganaba el repudio universal el Gobierno colonial en la persona del capitán general Valeriano Weyler, quien, empeñado en restarles apoyo a los mambises por parte de la población campesina, dictó el criminal bando de la Reconcentración, causante del hacinamiento en las ciudades de cientos de miles de hombres, mujeres, niños y ancianos que, carentes de recursos para subsistir, murieron por hambre y enfermedades.
Cuando Estados Unidos consideró que “la fruta estaba madura”, intervino en la guerra y le escamoteó la victoria al Ejército Libertador. Lejos de conseguirse los altos propósitos concebidos por el Apóstol para la contienda, los peligros por él avizorados se hicieron realidad. A la colonia le sustituyó la neocolonia. Cuba siguió urgida de otros libertadores.
Autor intelectual de la liberación definitiva
Martí afirmó que morir es sembrar. El que muere, dijo, si muere donde debe, sirve. “Vale y vivirás. Sirve y vivirás”. Y ese servicio lo continuó ejerciendo en los que hicieron suyas sus ideas.
Fidel expresó que no había nada más parecido a aquella prédica martiana a favor de la lucha revolucionaria armada que la que tuvo que defender la Generación del Centenario enfrentándose a los grupos electoralistas, a los politiqueros, a los leguleyos que venían a proponerle al país remedios para males que durante medio siglo no fueron capaces de solucionar, y agitando el temor a la lucha, el temor al camino revolucionario verdadero que era precisamente el combate con las armas en las manos.
La nueva hornada de patriotas prosiguió las enseñanzas del Maestro e inspirados en las contiendas emancipadoras que les precedieron, libraron una guerra nutrida de las capas más humildes del pueblo, contra un ejército bien armado y entrenado, arrebatándoles las armas al enemigo hasta conquistar el triunfo que esa vez nadie pudo escamotear.
Del legado del Apóstol se nutrió también nuestra organización de vanguardia. “Martí hizo un partido —no dos partidos, ni tres partidos ni 10 partidos— recordó Fidel, en lo cual podemos ver el precedente más honroso y más legítimo del glorioso partido que hoy dirige nuestra Revolución”.
Y también subrayó el Comandante en Jefe que el Maestro nos enseñó a ser internacionalistas, al señalar que “patria es humanidad”, y trazar la imagen de una América Latina unida frente a la otra América imperialista y soberbia, revuelta y brutal que todavía nos desprecia.
Cuba ha vuelto a erigirse en centro gestor de ese equilibrio aún no logrado, que fue concebido por el Maestro como premisa de la felicidad y la prosperidad de nuestra América.
Cumplir consecuentemente con ese papel es el mejor tributo de los cubanos a su legado y a los nobles propósitos de la gesta del 24 de febrero.
(Tomado del periódico Trabajadores)