Por Martha Gómez Ferrals
El 27 de febrero de 1874, en el recóndito rancherío de San Lorenzo, en el macizo cubano de la Sierra Maestra, libró su último y solitario combate el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes.
Aquel cuerpo que cayó al abismo, a cuyo borde llegó buscando una vía de escape a la encarnizada persecución de soldados españoles, fue el de un hombre que se defendió y luchó, revólver en mano, hasta el último minuto.
Incluso se volvió y disparó dos veces contra sus atacantes, con suma valentía, desoyendo las voces que lo conminaban a entregarse.
No se suicidó, a contrapelo de lo que pudiera sugerir el certero disparo al pecho, justo en el lado izquierdo, que lo derribó, y a pesar de que él juró algún día que nunca caería vivo en manos del enemigo.
El informe pericial y forense realizado por las autoridades coloniales, luego de rescatar el cadáver de la sima, con el cráneo hundido y un ojo amoratado por la terrible caída y la descripción de los oficiales en torno al suceso, dan fe de que no se rindió, hizo dos disparos, uno al capitán y otro al sargento que acompañaban en una la partida de cinco hombres. El disparo del sargento español fue el que lo hizo caer.
Aunque era un hombre maduro, relativamente joven para estos tiempos, los rigores de la campaña y el verdadero vía crucis que la traición le habían hecho padecer, lo habían convertido en una persona de apariencia senil y estaba casi ciego, cercano a los 55 años.
El Viejo presidente, le decían con respeto los naturales de aquella zona, con los cuales confraternizó e hizo amistad y entrañables relaciones durante su estancia.
Radicado en San Lorenzo desde el 23 de enero de ese mismo año, todavía se discuten hipótesis de cómo los españoles descubrieron su último refugio. Si fue un hecho casual o una delación.
La eminente doctora Hortensia Pichardo y su esposo José Antonio Portuondo, quienes escudriñaron la vida del Padre de la Patria y en 1974 dieron a conocer en tres volúmenes una invaluable compilación de la papelería del prócer, menos el Diario que aparecería después, fueron convencidos de su muerte real en combate y no en sentido metafórico. No consideraron un posible suicidio.
Ellos, que conocieron bien de sus acciones y su avanzado pensamiento político, y analizaron los acontecimientos históricos de la Guerra de los 10 años, también sentenciaron que la suerte de Céspedes se había sellado desde mucho antes que el día de la tragedia de San Lorenzo.
Y es una convicción compartida por la generalidad de los historiadores, investigadores y hombres de bien de la nación cubana.
El 27 de octubre 1873, un conciliábulo realizado por la Cámara de Representantes, que era algo así como el parlamento de la República en Armas, en la localidad de Bijagual, en el oriental territorio de Jiguaní, cesó a Céspedes en su cargo de presidente de la República.
Las intrigas del divisionismo, el caudillismo, extremo regionalismo, envidias y enconos, en fin, de la traición, triunfaron sobre el decoro que muchos patriotas tenían, y disfrazadas de legalidad lo acusaron de nepotismo y métodos dictatoriales.
Con ello justificaron la deposición del hombre que diera el grito de Independencia o muerte y alzara a una nación en combate por la libertad, el 10 de octubre 1868.
Desde su juventud de entonces, José Martí escribió sobre esos hechos: “[…] hubo en Guáimaro Junta para unir las dos divisiones del Centro y Oriente. Aquella había tomado la forma republicana; esta la militar.
Céspedes se plegó a la forma del Centro. No lo creía conveniente; pero creía inconvenientes las disensiones. Sacrificaba su amor propio —lo que nadie sacrifica— […] los dos tenían ra¬zón; pero en el momento de la lucha, la Cámara la tenía segundamente”.
Céspedes, y todo el que ha estudiado su ideario lo sabe, en condiciones de paz y ya con el colonialismo y la esclavitud erradicados por siempre, preconizaba el total predominio de una república libre y justa, con iguales derechos para todos.
Pero en tiempos de guerra entendía mejor la subordinación del poder legislativo al ejecutivo. Esa era una diferencia primordial con los patriotas del centro.
Aun, como fue un ferviente creyente de la unidad de todos los patriotas, se acercó a ellos, tras los sucesos que llevaron a la pérdida y quema de Bayamo y ante la ofensiva desatada por la metrópoli. Les pidió unidad, continuar la lucha y se plegó a muchos de sus dictámenes.
Por eso, se considera que la Revolución Cubana es una sola y se inició hace 150 años con la gesta comenzada por Céspedes, por la raigal transformación político y social que sus promotores se proponían, más allá del mero acto justo de la independencia.
Se sabe que tras la conjura de la Cámara en 1873, humillaron a Céspedes obligándolo a marchar en la retaguardia de la tropa, sin poder moverse, adonde quiera que esta fuera, durante un mes.
Se le despojó inmediatamente de su escolta y de sus ayudantes y luego, tras concederle esperanzas de que tal vez pudiera reunirse con su familia en el exilio, se le denegó el permiso. Y él lo acató todo como el más fiel soldado, con una disciplina impuesta por su propia conciencia, más que por la ignominia que contra él se cometió.
Como un crimen político se calificó alguna vez la alta traición protagonizada por la Cámara en Bijagual. El Diario perdido que manos amigas hicieron llegar muchos años después al doctor Eusebio Leal y que este publicara en 1992, consigna la opinión del prócer sobre sus principales enemigos, escrita muy poco antes de su muerte.
¿Premonición? Tal vez, pero no lo parece. Más bien era conciencia del desenlace que en cualquier momento tendría la infamia contra él urdida.
(Tomado de la ACN)