Por Graziella Pogolotti*
La industria turística en gran escala tiene una historia relativamente reciente. Su impulso inicial se produjo después de la II Guerra Mundial.
El auge de los movimientos de izquierda y la presión ejercida por poderosos sindicatos conquistó en muchos países la aprobación de leyes que establecieran la obligatoriedad del descanso retribuido.
Para muchos sectores de las capas medias se abrió la posibilidad del disfrute de las vacaciones.
Al mismo tiempo, numerosas publicaciones divulgaron los valores culturales situados en países del Tercer Mundo. Adecuadas operaciones de marketing diseñaron recorridos a lugares célebres para destinatarios dóciles a las indicaciones de guías entrenados al efecto.
El viaje dejaba de ser una aventura. Todo estaba previsto de antemano. De regreso a casa, el turista no recordaría mucho de la experiencia vivida en las pirámides de Teotihuacán, pero llegaría con un manojo de baratijas facturadas como souvenirs.
El viajero, en cambio, está movido por la búsqueda de lo insólito. Recorrerá lugares recónditos de las ciudades. Observará el paisaje humano sin desdeñar comidas típicas en algún restorán modesto.
Confieso haber pertenecido a esta especie en mis años juveniles. Cuando no me alcanzaban los centavos para emprender aventuras mayores, decidí empezar por casa.
Por aquel entonces, acababa de terminar mi carrera universitaria. Los estudios de Historia del Arte me habían revelado la importancia de nuestro legado colonial. Obtuve la complicidad de dos compañeras para lanzarnos a la aventura del descubrimiento de Trinidad.
Nos alojamos en una habitación situada en la esquina de Media Luna y Desengaño. Los nombres de las calles, como las habaneras de la Amargura, los Mercaderes, los Oficios o la Muralla han ejercido siempre sobre mí un notable poder de evocación poética. Pero el ambiente trinitario de aquellos días distaba mucho del que ahora conocemos.
Existían las casonas de antaño en medio de una miseria impresionante. Descalzos y harapientos, los chiquillos rondaban por las calles, reducidos a veces en la práctica de la mendicidad.
La ruina del Valle de los Ingenios sumió a la ciudad en una pobreza en medio de la cual algunas familias intentaban preservar la dignidad de otrora.
Pasaron algunos años. En los 60 del pasado siglo, en plena lucha contra bandidos, una biblioteca viajera recorría el camino entre Cienfuegos y Trinidad.
Ofrecía préstamos de libros para niños y adultos. Quise conocer la experiencia de manera directa. Los campesinos recién alfabetizados incitaban a sus hijos a adquirir el hábito de lectura.
En esa ocasión, conocí a un personaje singular. Carlos Joaquín Zerquera era uno de esos historiadores locales que narraba infinidad de anécdotas de personajes del pasado.
Lo hacía con tanta prolijidad que sus turbias intrigas matrimoniales parecían estar ocurriendo en la contemporaneidad. Sus energías se concentraban en el empeño por rescatar el Palacio Brunet con el propósito de convertirlo en el Museo Romántico.
No abundaban los recursos. Nicolás Chao, secretario del Partido en la región, que también auspició la creación del Grupo Escambray animado por Sergio Corrieri, supo escuchar la prédica del investigador trinitario. Poco a poco algo se fue haciendo.
Comenzaba a tomar cuerpo el reconocimiento de la necesidad de preservar nuestro legado patrimonial. No sabíamos, en aquellos lejanos 70, que estábamos invirtiendo con vistas a un futuro turismo que habría de convertirse en una de nuestras opciones de crecimiento económico. Trinidad ha renacido y ha recuperado su mejor tradición artesanal.
El viajero puede disfrutar la singularidad de su entorno urbano. Cuidemos con esmero sus rasgos específicos. No caigamos en la tentación mimética de cancunizarla.
En días de vacaciones, podemos intentar la aventura de descubrir nuestro país. A veces, no hay que andar muy lejos para tropezar con la sorpresa de lo insólito.
En el habanero municipio del Cotorro se encuentra la Iglesia de Santa María del Rosario, un lugar ayer campestre devorado por el crecimiento galopante de la capital. Allí dejó su marca Nicolás de la Escalera, el pintor más antiguo con nombre registrado en nuestra historia del arte.
En nuestro pequeño país quedan muchos rincones por redescubrir. Para hacerlo debidamente, tenemos que avanzar, sin tregua, pero sin pausa, hacia un cambio de mentalidad. No confundamos lo popular con lo populachero.
Descartemos la visión reduccionista de la cultura como ornamento y reconozcamos en ella la fuente nutricia de una espiritualidad que define nuestra singularidad, vale decir, nuestra identidad.
Administrando con inteligencia, soslayando la banal comercialización de los mercachifles, es un bien que puede traducirse en beneficios materiales tangibles.
Abandonemos la rutinización formal de las conmemoraciones. Convirtamos cada una de ellas en un acontecimiento abierto a horizontes de mayor alcance.
Hemos recordado en estos días el bicentenario de la fundación de San Alejandro. La historia de la Academia tuvo luces y sombras. El triunfo de la Revolución introdujo un cambio sustancial al propiciar la irrupción en ella de la vanguardia artística por tanto tiempo relegada.
El homenaje a la fecha sería ocasión para encontrar en nuestro Museo Nacional la obra de quienes pasaron por ella junto a los insurgentes que se rebelaron contra la obsolescencia de sus planes de estudio.
Bienvenidos los días de sol y playa, así como los festejos que animan las jornadas veraniegas. Aprendamos también a aprovechar las semanas de asueto para volver la mirada hacia adentro y consagrar algunos instantes a la meditación productiva.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)