Por: Heydi González Cabrera
La Habana, 11 ene (RHC) Todavía se siente su presencia, en tantas obras que su sensibilidad inspiró. Como homenaje de recordación, traemos a ustedes los recuerdos que marcaron la vida de Olmos, un artesano oriental cuyo arte le permitió trabajar junto a nuestra inolvidable Celia Sánchez Manduley.
Olmos Manuel Paneque llegó tarde a la reunión, pero esto no preocupó. Sabíamos que no es fácil caminar por Santiago sin detenerse a conversar. Cuando no es uno, es otra: siempre había alguien a quien saludar a este bayamés que conocía hasta las piedras en la región oriental.
Por todas esas razones, ni se disculpó. Nos dispensó una sonrisa maliciosa al entrar, y se acomodó muy calladito en el “balance”. En lo más céntrico de Santo Tomás, la casona típica de barrio, “puerta a la calle” y alto puntal, no escapaba al bullicioso tráfico santiaguero. Pero él no perdía el hilo de la conversación, y respondió mis preguntas:
-Aunque estuve en las filas del Ejército Rebelde –relata- no conocí a Celia en esos años de lucha. Sucedió después, cuando me licencié y dedique de lleno a la gran pasión de mi vida, la artesanía. Eran tiempos difíciles. No había recursos. Pero conformábamos un grupo decidido a sobreponerse a la falta de materiales y a sustituir como fuera.
En esa época hacíamos ánforas de vidrio que se rajaban con facilidad. Era una lástima que se perdieran después de tanto esfuerzo y belleza. Me pasaba los días pensando en la forma de frenar el desastre, y se me ocurrió reforzar las bases con coco. La idea dio resultado y aportaba una nota agradable al conjunto. Así empecé a valorar la marquetería en coco.
Me enseñó varias y me decidí por una de dos plantas que estaba en la calle 190 y 5ta. Avenida. Arriba viviría, y abajo, instalaría el taller. Esa noche me costó gran esfuerzo dormir. No podía quitarme de la cabeza la reunión con aquella mujer increíble. Celia hablaba de la futura producción con un entusiasmo tremendo. Estaba convencida de que sería un gran éxito. Me contagio tanto su cordialidad, que sin proponérmelo, me atreví a darle igual tratamiento. Pero, después, me preocupaba que interpretara mal mi desenfado, la confianza que, indiscutiblemente, ella misma me había hecho sentir.
No tuve mucho tiempo para preocuparme, porque a la mañana siguiente me mandó a buscar y me pidió que le relacionara los equipos y el personal indispensable. Muy poco tardé en echar a andar el taller, adonde veía, casi diariamente, a Celia, en tránsito hacia su oficina. Aquellas visitas llegaron a ser tan cotidianas, que -más o menos a la hora que pasaba-, poníamos la cafetera.
Ella venía sola en su carro y compartía un ratico con nosotros. Tomaba el café, curioseaba la producción y se marchaba. Si por alguna razón no podía ir, entonces yo iba a despachar cualquier situación. Estaba autorizado para entrar a Palacio a verla, o a Ramón, su secretario.
Olmos calla. Hay una expresión feliz en su rostro, y creo que en el nuestro también. Y en ese preciso momento, inexplicablemente, se hizo silencio en la calle. Fue fugaz, de esos en que algunos afirman…”Ha pasado un ángel”. Otra vez la voz del artesano se dejó escuchar. Parecía hablar consigo mismo, porque su mirada se perdía quién sabe dónde…
-Celia nunca solicitó una pieza específica. Dio “luz verde” a mi creación. Al principio le pedía opiniones, pareceres, pero ella movía enérgicamente la cabeza y repetía: “El artista eres tú. ¿Quién mejor para opinar?” Esa confianza ilimitada comprometía, obligaba al máximo. Exigía tanto de mí, que me convertía en un ácido crítico de mi propio trabajo. Hicimos maravillas: cuadros tallados, muebles, disimiles artículos elaborados en coco. Nada se vendía, sino se obsequiaban a visitantes, delegaciones, embajadas, compromisos de gobierno.
Como la casa era muy bonita, decidimos poner la sala como local de exhibición de la producción terminada. A Celia le encantaba llevar gente para que vieran las muestras. Conmigo trabajaban artesanos, y también nos ayudaban muchas viejecitas. Esto es muy interesante, porque yo no sé de donde las sacaba, pero les garantizaba vivienda, ropa, comida, y las ponía a trabajar: decía que tenían que estar activas para que fueran más felices. Aquellas ancianas la adoraban.
También me trajo varios grupos de alumnos para que les enseñara la marquetería en coco. Quería adiestrarlos por provincias y, de esa manera, extender la artesanía. Ella soñaba con que el arte popular se impartiera en las becas, para que surgieran seguidores y no se perdieran posibles talentos por desconocer sus propias habilidades y vocación.
Recuerdo que quise crear algo especial para Celia. Con ese empeño dedique horas y amor a múltiples piezas…. ¡Tamaña ingenuidad! Ella los recibía con su sonrisa amplia y se deshacía en elogios, pero en la primera ocasión, los regalaba. Después confesaba: “Paneque, era tan bonito, que lo tuve que regalar” Comprendí que no tenía nada de ella: hasta en los más mínimos detalles de su vida, vivió para los demás.
El tiempo pasaba y mi centro laboral de origen me reclamaba. Sé que Celia pudo haber resuelto el problema, pero soy de los orientales que les gusta vivir en su tierra. Además, mi esposa estaba al parir, y queríamos que nuestro hijo naciera en Santiago. ¿Se imaginan la situación? ¿Cómo planteárselo a Celia? Estaba hecho un ovillo. Empecé a garantizar relevo a la dirección del taller, a crear condiciones para mi ida. No sé cómo pude, pero se lo dije un día.
Celia me escuchó muy atenta y comprensiva. Terminó de fumar su cigarrillo y me respondió: “No te preocupes, vete para Santiago. Ahora bien, cierra el taller. Cuando estés allá, dile a Electra que te entreguen una casa para adaptarla a un nuevo taller. Yo no necesito supervisar tu trabajo, cada vez que hagan falta piezas, las mandaré a buscar”.
Fue así de sencillo, pero sufrí la disyuntiva más grande de mi vida. Hice todo como lo orientó y vine para Santiago. Aquí busqué el local y consideré el más apropiado una casona en la calle San Félix. Reuní a un grupo de artesanos y comenzamos a trabajar: estuches de tabacos de importación, bisutería, artículos, exclusivamente, en coco.
Unas tacitas de café humeante y oportuno nos interrumpieron agradablemente. Pero entre sorbo y sorbo, Olmos seguía recordando:
-Electra Fernández visitaba el taller, e insistía en que debía ir a la Habana a ampliar ese trabajo. Le prestaba atención, pero no me parecía tan fácil, ni inminente. Un día, recibo un telegrama: me esperaban en la capital donde tenía ubicada vivienda y trabajo. De inmediato hice contacto con la persona orientada y fui para La Habana. Allí me citaron para el día siguiente… Muy lejos estaba de pensar que sería una cita con Celia Sánchez Manduley.
Jamás olvidaré ese encuentro. Me recibió como si la hubiera conocido de toda la vida. Comprendí que dominaba el tipo de artesanía que yo hacía, y que deseaba que empezara a trabajar rápidamente. Yo no salía de una sorpresa para entrar en otra. En medio de la conversación, ella me dijo: “Ahora vamos a escoger la casa donde vivirás y montarás el taller”.
Nunca más vi, personalmente, a Celia. Recibía sus encargos y seguía de cerca su vida como todo los que la conocíamos. Era difícil olvidar tanta dulzura y camaradería, y sobre todo, tanta confianza en el hombre, en sus posibilidades.
Fue una personalidad irrepetible, magnífica en su indiscutible sencillez. Así era, así fue, la Celia que conocí. (Fuente: Radio Rebelde)