Por: Graziella Pogolotti*
Ciencia, cultura y educación son ramificaciones de un mismo árbol. Las raíces se hunden en lo más fecundo de la tierra y el tronco se nutre de lo más avanzado del mundo, tal y como pensaba José Martí.
Cuando la idea de la nación era todavía sueño de poetas que empezaba a adquirir voz propia en el verso de José María Heredia, la matriz de todo había estado en el pensamiento filosófico de José Agustín Caballero y Félix Varela, que sacudía las prisiones del dogmatismo imperante para afincar acción y prédica en la enseñanza.
Se comenzaba entonces a pensar y sentir en cubano. Con vocación de servicio, volcado hacia la salud y el bienestar del país, Tomás Romay introdujo la vacuna contra la viruela.
Para conocer el perfil de la Isla, Felipe Poey se dedicó al estudio y descripción de los peces. Como ocurría en los campos de la cultura y la educación, se trataba de esfuerzos individuales, mientras la universidad permanecía anquilosada. Unos pocos podían marchar al extranjero para completar su formación e introducir en la Isla las ideas de renovación.
El médico Albarrán entregó sus aportes a otros países. Poco reconocimiento ha tenido, más allá de nuestras fronteras, la decisiva contribución de Carlos J. Finlay en beneficio de la humanidad, toda vez que viabilizó, entre otras cosas, la construcción del canal de Panamá al descubrir las vías de contagio de la letal fiebre amarilla.
El panorama no cambió mucho durante la República neocolonial. El coloniaje se traduce en subdesarrollo. La dependencia opera en el campo de la economía, reduce los países a la condición de productores de materias primas con escaso valor agregado y coarta el impulso a la formación de un pensamiento científico propio.
A pesar de las buenas intenciones de Enrique José Varona y del impulso transformador de Julio Antonio Mella, la Universidad alentó el espíritu revolucionario, pero no pudo modificar su estructura y sus funciones.
Egresaba médicos, abogados y contadores. No había lugar para economistas, biólogos, sicólogos o sociólogos. Preparaba graduados en ciencias físico-matemáticas y físico-químicas cuyo destino profesional se limitaba al ejercicio de la docencia en la enseñanza media. No había laboratorios ni demanda laboral para la investigación científica.
La Revolución asumió el desarrollo de la educación y de la ciencia como elementos sustantivos e inseparables de su proyecto emancipador. La Campaña de Alfabetización ofreció nuevas oportunidades a los marginados de ayer.
La Reforma Universitaria transformó la enseñanza superior. Abrió carreras que antes no existían, vertebró docencia e investigación y vinculó el proceso de formación a una práctica social concreta.
Fundó el Centro Nacional de Investigación Científica cuando todavía padecíamos las consecuencias de una extrema escasez de especialistas. Forjar un país de hombres de ciencia y de pensamiento no era una frase retórica. La voluntad política y la visión estratégica se tradujeron en resultados tangibles en términos culturales y económicos.
Para muchos, el concepto de ciencia se circunscribe a las llamadas naturales y a las exactas o puras, con menoscabo de las sociales. Gracias al esfuerzo de algunos empecinados, estas últimas lograron llevar a cabo varias contribuciones durante la república neocolonial. Fue la obra personal de intelectuales valiosos.
A contrapelo de la desidia gubernamental, se fundaron el Archivo Nacional y la Biblioteca Nacional. Sobrevivieron en condiciones de suma precariedad, pero preservaron documentos de suma importancia.
Sin disponer de amparo gubernamental, validos de métodos artesanales, copiando a mano datos recogidos en documentos rescatados, unos pocos investigadores se propusieron trazar la narrativa histórica de la nación cubana. Era, en circunstancias difíciles, una manera de seguir haciendo Patria.
Así se sentaron las bases de los manuales destinados a los escolares. Fue la obra de personalidades de la talla de Emilio Roig y Ramiro Guerra, que tuvo continuidad en la generación que accedió, con plena madurez, al triunfo de la Revolución con los estudios iniciales de Raúl Cepero Bonilla, Julio Le Riverend, Juan Pérez de la Riva y Manuel Moreno Fraginals, a los que precisa añadir el inestimable acopio documental realizado por Hortensia Pichardo.
En un terreno colindante y complementario, los trabajos de Fernando Ortiz produjeron un vuelco decisivo en el entendimiento de la sociedad y la cultura del país. Introducido entonces, el concepto de transculturación tuvo repercusiones que trascendieron el ámbito local.
Concebida como componente básico de un proceso integral de desarrollo, la política científica implementada por la Revolución se estructuró a través de la creación de centros de investigación, de la fundación de la Academia de Ciencias, con sus institutos, y del trabajo de las universidades volcadas a la modernización de sus planes de estudio en estrecha vinculación con las necesidades del país. La Facultad de Ciencias Agropecuarias abandonó el entorno citadino para instalarse en la finca Aleida, en los alrededores de Güines.
Los tiempos han cambiado, pero algunos principios siguen siendo válidos. Hoy, como ayer, los mejores resultados tienen que volcarse hacia la producción.
La respuesta a la demanda de las empresas no implica la renuncia al papel director del encargo estatal con vistas a asumir los riesgos de la inversión a largo plazo y a auspiciar la vertiente de las ciencias sociales, indispensable para fortalecer el debate de ideas, preservar la memoria histórica, afianzar la identidad nacional y auscultar el latir de la sociedad una y diversa.
En este terreno, hoy como ayer, el obrar de los investigadores sigue siendo un modo de hacer Patria. (Tomado del periódico Juventud Rebelde)