La Habana, 9 jun (Cubadebate) Las playas de Tarará son todo lo que se puede esperar del Caribe cubano. Mar cálido azul turquesa, palmeras idílicas sobre arena fina y ocre, brisa suave. Un puñado de casitas bajas con jardín se ordenan sobre una cuadrícula perfecta a escasos 30 kilómetros al este de La Habana. En el centro, un tosco edificio con la pintura rojiza ajada por el salitre esconde uno de los episodios menos conocidos del desastre de Chernóbil.
Erigida en la década de los 50’, la urbanización de Tarará sirvió de barriada de veraneo para la élite burguesa y militar del país durante la dictadura de Fulgencio Batista y luego pasó a ser un gigantesco campamento deportivo infantil de la Organización de Pioneros José Martí. Pero, a partir del 29 de marzo de 1990, este balneario paradisíaco pasaría a albergar el mayor programa sanitario para los niños afectados por el accidente de la planta nuclear de Chernóbil cuatro años antes.
Entre 1990 y 2011, el hospital pediátrico de Tarará atendió a más de 25.000 infantes víctimas de la radiación en Ucrania, Rusia y Bielorrusia, la mayoría afectados por cáncer, deformaciones, atrofia muscular, problemas dermatológicos y estomacales. Y muchos con altos niveles de estrés postraumático por haber experimentado el horror nuclear.
Además de las instalaciones clínicas para los afectados —que llegaron a concentrar dos hospitales y una veintena de ramas médicas en el cuadro profesional—, la pequeña ciudad disponía de un teatro, varias escuelas y áreas recreativas que se extendían por casi dos kilómetros de playas cristalinas.
«Fidel me dijo ‘no quiero que estés yendo a la prensa, ni que la prensa esté yendo al consulado. Este es un deber elemental que estamos haciendo con el pueblo soviético, con un pueblo hermano. No lo estamos haciendo para publicidad'», relata el excónsul cubano Sergio López en el documental ‘Chernóbil en nosotros’.
Casi 30 años después de que el propio Fidel Castro recibiera al pie de la escalerilla del avión al primer contingente de 139 niños, un reciente acuerdo firmado entre el Ministerio de Salud de Cuba y el Gobierno ucraniano abre la puerta a una posible reedición del programa coincidiendo con la atención suscitada por la serie de HBO sobre Chernóbil.
La Agencia Cubana de Noticias anunció que un nuevo grupo de 50 niños ucranianos, muchos de ellos hijos de quienes a comienzos de los 90’ vivieron la misma experiencia en la nación caribeña, viajará en 2019 a La Habana para tratarse sus dolencias.
La playa ‘antirradiación’
La mañana del 26 de abril de 1986, una serie de errores fatales afectaron al reactor número 4 de la central atómica Vladimir Ilyich Lenin, cuyo núcleo del reactor quedó expuesto arrojando gran cantidad de material radioactivo en medio de varias explosiones y un intenso incendio que duró diez días.
Pripyat, una ciudad de 50.000 habitantes construida para alojar a los trabajadores de la instalación y a sus familias, no fue evacuada hasta 36 horas después de la explosión. Cientos de miles de adultos y niños quedaron expuestos a la contaminación. Muchos de los menores desarrollaron luego cáncer de tiroides y leucemia, probablemente por inhalación o ingestión de yodo 131 o celsio 173.
Los pacientes solían ser “portadores de más de una enfermedad crónica”, acompañadas de severas alteraciones psicológicas, según un estudio realizado por los doctores cubanos Julio Medina, coordinador durante años del Programa; y Omar García, investigador del Centro de Protección e Higiene de las Radiaciones. Por ello clasificaron a los afectados en cuatro grupos, desde los más graves, que podían permanecer durante meses en la isla, a los “relativamente sanos” del grupo IV, que permanecían entre 45 y 60 días.
Durante años, las playas de Tarará se poblaron de niñas rubicundas y chavales pálidos que los habaneros se acostumbraron a ver tomando el sol en la playa fuera de la temporada veraniega. Broncearse y sumergirse en el agua marina era parte complementaria del tratamiento con melagenina y pilotrofina que recibían para mejorar la pigmentación de su piel y el crecimiento del cabello.
«Puedo decir, sin exageración, que para nosotros Cuba ha sido la salvación», cuenta la joven madre Natasha Salimova mientras mece a su niño afectado por parálisis cerebral en un carrito, en una pieza de la agencia estadounidense Associated Press de 1999, en el que se puede ver la clínica cubana en funcionamiento.
Milagro en Período Especial
Tres meses antes de la llegada de los primeros niños, Fidel Castro avisaba desde el Teatro Karl Marx en La Habana que venían malos tiempos. La caída del Muro de Berlín era el preludio de la inminente implosión del bloque soviético. Los problemas en Europa Oriental podrían ser “tan graves que nuestro país tuviera que enfrentar una situación de abastecimiento sumamente difícil”, dijo Castro ya en enero de 1990.
Era el prólogo del Período Especial en el que se sumergió la isla durante más de un lustro, marcado por la escasez y los apagones. Pese a la desaparición del campo socialista europeo, Cuba quiso mantener en marcha el programa de los niños de Chernóbil.
«Aunque Cuba atravesó momentos económicamente difíciles, nuestro Estado siguió ofreciendo a los menores atención especializada, cumpliendo un compromiso de solidaridad», señalaba en 2017 el doctor Medina, en una entrevista para el canal multinacional Telesur, sobre el notable reto de continuar aceptando pacientes en esos años.
Pese a que el programa oficialmente finalizó, se mantuvieron vuelos médicos para grupos de pacientes ucranianos y rusos en la isla. Desde 2016, la mayoría han sido tratados en la Clínica Internacional de Siboney, al oeste de la capital cubana. Este será probablemente el nuevo hogar de los niños de Chernóbil en La Habana.
No serán extraños para la población local. Desde mucho antes de que HBO redescubriera la historia de Chernóbil para una audiencia global, cualquier cubano de a pie ya sabía dónde ubicar la central nuclear en el mapa y explicar, en algunos casos de primera mano, las consecuencias de lo que allí ocurrió. Herencias del internacionalismo proletario.