Por Guido Vassallo
Brasilia, 26 ago (RHC) Mientras el presidente Jair Bolsonaro culpaba a los ambientalistas por los peores incendios forestales de los últimos años en la Amazonia brasileña, y el ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, ensayaba una explicación floja de papeles refiriéndose al clima seco de la época, los medios de comunicación repetían en cadena las imágenes del desastre.
Pocos pudieron (o quisieron) sumergirse en los «asuntos internos» de Brasil: el estado crítico de los organismos públicos ambientales (y sus cifras de deforestación); las políticas implementadas por los últimos ministros de Medio Ambiente; o la apremiante situación de las tribus indígenas en el territorio, son solo algunos de los elementos que suelen quedar fuera de discusión.
Todos los expertos en medio ambiente coinciden en que la deforestación descontrolada es la principal causa de los incendios en la Amazonia. Mal que le pese a Bolsonaro, esta práctica marcó en julio un aumento histórico del 278 por ciento en relación al mismo mes de 2018, de acuerdo a cifras del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales (INPE).
El sistema que utiliza el instituto, reconocido por científicos y de acceso público, fue cuestionado en más de una ocasión por el presidente, llegando al extremo de despedir al director de la entidad por considerar que actuaba «al servicio de alguna ONG»: el saliente Ricardo Galvão fue reemplazado interinamente por un oficial de la Fuerza Aérea. Como si fuera poco, Bolsonaro exigió que los datos oficiales pasen primero por sus manos antes de ser divulgados. Una suerte de censura encubierta.
Desde Londres, la Licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense de Madrid y especialista en medio ambiente, Teresa Romero, aclara en diálogo con Página 12, que Galvão no es ni por asomo el primer miembro de una agencia medioambiental en ser despedido o atacado por el actual gobierno. “Tenemos el caso de José Augusto Morelli, antiguo jefe de operaciones aéreas del Instituto Brasileño del Medio Ambiente (IBAMA), y parte del equipo que multó a Bolsonaro en 2012 por pescar ilegalmente en una reserva ecológica”, comenta. También cita el caso de su sucesora en el instituto desde 2016, Suely Araújo, “quien renunció a principios de 2019 a causa de una serie de ataques infundados contra la agencia”.
Para Fabrina Furtado, profesora adjunta del Departamento de Desarrollo, Agricultura y Sociedad de la Universidad Rural de Río de Janeiro, los (des)manejos del gobierno central forman parte de un plan más amplio: “Su programa consiste en un verdadero odio por la producción y difusión del pensamiento crítico. El gobierno se rodea de su gente, sus amigos, militares y empresarios, todos aquellos que no se oponen a sus órdenes”, comenta.
Breve historia de la política ambiental en Brasil
Durante la dictadura militar brasileña (1964-1985), la política ambiental fue considerada, a grandes rasgos, un obstáculo al progreso económico. Recién en 1992, Brasil logró ser sede de la primera conferencia sobre medio ambiente de la ONU. Desde entonces, con altibajos, pudo desarrollar y sostener una política basada en distintos lineamientos legales que le permitieron convertirse en un país líder en políticas climáticas, hasta la llegada de Bolsonaro al poder.
Bajo el mandato de Lula da Silva (2003-2011), la cuestión ambiental pareció revitalizarse como pocas veces. Con Marina Silva a cargo del ministerio, la disminución en los niveles de deforestación fue la muestra de que se podía crecer y, en paralelo, proteger al medio ambiente y a las poblaciones indígenas.
El programa Terra Legal, introducido por Lula en 2009, buscaba la regulación y titulación de tierras en beneficio de pequeños productores y comunidades locales. Ocho años más tarde, el ex presidente Michel Temer hizo lo posible por alterar el acuerdo de manera significativa, a través del programa MP 759, que ofrecía múltiples vacíos legales que beneficiaban a los usurpadores de tierras.
Durante la gestión de Temer (actualmente detenido por la causa Lava Jato), el Ejército brasileño se encargó de asfaltar la ruta BR-163, en 2017. “Esa ruta fue conocida como ‘El Camino Blairo Maggi’, en honor al mayor plantador de soja de Brasil. El recorrido permitía circular el flujo de la producción del Mato Grosso en dirección al río Amazonas. Maggi ganó el premio ‘Motosierra de Oro’ de Greenpeace en 2005 como mayor deforestador de cerros, y fue premiado por Temer con el Ministerio de Agricultura”, cuenta Furtado a este diario.
Antes de la polémica asunción de Temer, una Dilma Rousseff debilitada hizo lo que pudo, presionada por distintos sectores. En mayo de 2012 se sancionó el Nuevo Código Forestal que, entre otras cosas, perdonaba a todo aquel que hubiera cometido “infracciones relativas a la supresión irregular de vegetación en Áreas de Preservación Permanente, de Reserva Legal o de uso restringido”. Rousseff (2011-2016) logró vetar algunos capítulos del nuevo código, pero nada pudo hacer por frenar la entrada en vigencia de la ley, asediada por la bancada ruralista y el lobby de las grandes empresas.
Cerca de cumplir ocho meses en el poder, Bolsonaro parece decidido a defender el rol de Brasil como potencia agrícola exportadora, sin detenerse en sus consecuencias. “Brasil tiene un pasado donde la relación incestuosa entre clase política y corporaciones siempre estuvo presente”, señala Furtado desde Río de Janeiro. No es casual el perfil de dos de los ministros más importantes de su gabinete: Tereza Cristina es una antigua lobbista del agronegocio; Ricardo Salles, por su parte, está siendo investigado por la justicia en un caso de alteración ilegal de un área protegida.
La narrativa anti-indigenista de Bolsonaro
La “legalización” de la minería (lo cual implica autorizar el ingreso de privados a territorios ancestrales), o la construcción de hidroeléctricas, constituyen algunas de las más graves amenazas que hoy sufren las comunidades indígenas. “No podemos olvidarnos de las 400 tribus indígenas que habitan la Amazonia, la gran mayoría en la parte brasileña. La deforestación está acabando con su hogar, y los está condenando a la inseguridad alimentaria y física”, señala Romero. La investigadora habla de una “narrativa anti-indigenista del gobierno, que genera una percepción de impunidad” sobre aquellos que realizan actividades de tala, minería y ganadería ilegal.
Al igual que la tala de árboles, los asesinatos de pobladores en la Amazonia no cesan. El último caso resonante es el del cacique Emyra Waiapi, cuyo cuerpo fue hallado sin vida el pasado 23 de julio a las afueras del poblado de Mariry, en el estado brasileño de Amapá. Fuerzas policiales y judiciales intentaron cerrar la causa, entendiendo que no había elementos suficientes para establecer que se trató de un asesinato. “Pese a los resultados oficiales de la autopsia, todo apunta a que fue asesinado. Por desgracia, esta noticia no es una novedad en el país donde más defensores de la naturaleza son asesinados cada año. Precisamente un par de días después de la muerte del cacique, la reserva fue invadida por mineros ilegales y armados. Solo hay que atar cabos”, advierte Romero. (Tomado de Página 12)