Por Graziella Pogolotti*
La maltrecha República neocolonial estaba cumpliendo medio siglo. Nació mutilada. Los participantes en la Constituyente de 1901 terminaron por aceptar la imposición de la Enmienda Platt y los tratados económicos que nos condenaban a la dependencia, por preservar la bandera y construir una frágil institucionalidad política.
El país entraba en el siglo lacerado por la guerra, la tea incendiaria y la reconcentración. Con todo, los sueños no habían muerto.
A pesar de la danza de los tiburones —parásitos de los bienes del país— y del intervencionismo del imperio, la sociedad se reagrupaba con vistas a encontrar vías para sacudir el yugo.
Impalpable, el legado martiano se mantenía vigente y actuante como patrimonio indestructible de la nación.
A la vuelta de los años 20 del pasado siglo, los obreros, las mujeres, los estudiantes, los intelectuales, atenidos al momento histórico, enriquecieron las bases de un programa transformador.
La conciencia antimperialista se articuló y cobró forma, en la teoría y en la práctica, en tanto premisa para la conquista de una auténtica soberanía nacional. Este concepto fue siembra indeleble de la Revolución del 30.
Al cumplirse el cincuentenario de la existencia republicana, no hubo festejos. Todo lo contrario. El país afrontaba las consecuencias de la deformación estructural de su economía, la mortalidad infantil alcanzaba altas cifras y persistía la imagen recurrente de los niños raquíticos devorados por los parásitos.
La contracción del mercado azucarero era inminente con lo que se agigantaba la pesadilla del tiempo muerto. Casi en vísperas de las elecciones, se había producido, con el Golpe del 10 de marzo, el regreso del "hombre fuerte", hecho a la medida del imperio.
Permanecía en la memoria popular el recuerdo de la traición perpetrada por Fulgencio Batista, de la mano del embajador Caffery, contra el gobierno de Grau-Guiteras y el baño de sangre y torturas que se prolongó por años después de aquel acontecimiento.
En tan complejo panorama, los políticos no ofrecían la respuesta adecuada. En muchos casos, procuraban negociar fórmulas electoralistas que no pondrían coto a los males de la República, enraizados en una historia económica y en la dependencia del imperio.
El asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes sorprendió a todos. En silencio había tenido que hacerse. Para romper tantas ataduras, se imponía otra vez la guerra necesaria.
La acción armada de la mañana del 26 de julio formaba parte de una estrategia a largo plazo, elaborada a partir de una lectura productiva de la experiencia histórica y de un lúcido análisis de la realidad contemporánea.
El arrojo sin límites de aquellos jóvenes dispuestos a entregarlo todo por la patria y su fidelidad a los principios imantaron las fuerzas morales latentes en el país. En el asesinato de los prisioneros y en el espanto de las torturas infligidas, la tiranía mostró su verdadero rostro.
Una luz había aparecido entre las tinieblas. Era el punto de partida para juntar voluntades con vistas a acciones que no se limitaban al derrocamiento de la tiranía. Se proyectaban hacia la continuidad de la lucha iniciada por Céspedes y reafirmada en el pensamiento martiano, con la perspectiva de abrir alamedas hacia la auténtica emancipación.
A la vera de Máximo Gómez, Martí había redactado el Manifiesto de Montecristi. Con la autoridad adquirida, Fidel dio a conocer el programa del 26 de Julio en su discurso de autodefensa por los hechos del Moncada.
Ese documento, difundido clandestinamente, forjaba la unidad del pueblo desde abajo, de acuerdo con la pauta trazada por Martí al juntar a los veteranos y a los pinos nuevos, con los obreros de Tampa y Cayo Hueso, dejando a un lado las rivalidades infecundas que socavaron la Guerra de los Diez Años.
Tras la dictadura estaba la mano del imperio, como sucedía en otras tierras de Nuestra América. Martí lo había advertido con singular clarividencia. El "destino manifiesto" de Estados Unidos proponía el apoderamiento de Cuba en una América para los norteamericanos.
En otro momento histórico, Fidel había palpado las evidencias de esa realidad concreta, desde su infancia en Birán y su consecuente trayectoria política, hasta las vivencias del «bogotazo», después del asesinato del dirigente popular Jorge Eliécer Gaitán, en Colombia.
En ese contexto, nuevamente, se interponía al propósito imperial de caer «con esa fuerza más» sobre las tierras de Nuestra América.
El gesto heroico de una vanguardia juvenil un 26 de julio devino progresivamente señal de recomienzo y refundación para un pueblo. Frente al escepticismo de muchos, después del desembarco del Granma, transcurridos apenas dos años, un puñado de guerrilleros derrotó a un ejército profesional dotado del mejor armamento de la época. Habían renacido la fe y la confianza en nuestras fuerzas.
En la euforia multitudinaria del triunfo, junto a las barbas, las melenas, los collares y los uniformes raídos, la «paloma de vuelo popular» se posó sobre el hombro de Fidel. El Comandante advirtió entonces que lo más difícil estaba por llegar. Tendríamos que ascender por dura cuesta para defender la soberanía y dignidad conquistadas.
A lo largo de 60 años, las agresiones no han cesado, con el empleo de todos los medios, los sabotajes, los proyectos de magnicidio, la invasión, la subversión ideológica, la propagación de las calumnias —recordar la operación Peter Pan, que apuntó hacia lo más sensible del ser humano—, las campañas difamatorias a escala internacional y un bloqueo implacable dirigido a estrangularnos con hilos de acero.
Los asaltantes de los cuarteles de la tiranía no quisieron dejar morir al Apóstol en el año de su Centenario. El mejor tributo que podemos ofrecer a los caídos, a los que padecieron atroces torturas, a quienes continuaron el combate, consiste en rescatar las esencias del devenir de nuestra historia de acuerdo con las realidades del mundo contemporáneo, cuando la pandemia descorre el velo de la profunda crisis que lo abate.
Conscientes de la complejidad del contexto, de la necesidad de defender lo mucho que hemos conquistado, bisturí en mano, tenemos que desterrar las plantas parasitarias que entorpecen el impulso de las fuerzas productivas, extirpar al camaleón acomodado en la sombra, eliminar las manchas que enturbian la transparencia y agrede la cotidianidad del trabajador honrado.
Para lograrlo con eficiencia, rigor y sistematicidad, contamos con reservas. El enfrentamiento a la pandemia lo ha demostrado.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado de Juventud Rebelde)