La niñez en Cuba tiene derecho pleno a la educación. Foto: ACN
Por: Graziella Pogolotti*
A causa de la pandemia, el mes de septiembre en curso despierta un sentimiento de nostalgia en muchos habaneros. Ha faltado la multicolor animación callejera que provoca la súbita invasión de la muchachada con sus mochilas y uniformes escolares, expresión tangible de una de las indiscutibles conquistas de la Revolución: la universalización del acceso gratuito a la enseñanza.
En mi caso particular, ese panorama ofrecía el suplemento de un disfrute específico. Confieso que me gustaba ir a la escuela, donde saciaba mi inagotable curiosidad por conocer las cosas del mundo y de la vida.
Por añadidura, confinada a un universo de adultos, en ese espacio privilegiado compartía con mis coetáneos la diversión y los pequeños secretos.
Para protegernos de oídos indiscretos, habíamos incorporado el lenguaje de señas de los sordos con el objetivo de intercambiar mensajes de importancia mayor.
Cada inicio de curso generaba las expectativas asociadas a las vísperas de un estreno. Conoceríamos nuevos maestros y, quizá, a algún compañero de reciente incorporación al grupo.
Como quien viste traje nuevo, acopiábamos libros y libretas para entregarnos a la tarea placentera de forrarlos, puesto que también estos eran merecedores de vestiduras de estreno.
Lamentablemente, por una nefasta tendencia a la sobreprotección, con el paso de los años los padres han suplantado a sus hijos en el ejercicio de esas prácticas.
Por esas vías y otras similares se ha ido cercenando la siembra del sentido de responsabilidad, factor esencial en la formación de las nuevas generaciones.
Valores fundamentales para garantizar la necesaria cohesión social, la disciplina y la responsabilidad no se desarrollan mediante prédicas y mucho menos a través de la muy extendida alternancia entre permisividad y corrección paterna, cinturón en mano.
Cristalizan a través de la incorporación de conductas en el hogar y en la escuela. Ese eje fundamental se ha ido desplazando progresivamente entre nosotros.
No creo cometer herejía al proponer un análisis integral de los problemas causados por la desmesurada sobreprotección, lo cual no implica renunciar al indispensable amparo demandado por los sectores más vulnerables.
Las actitudes sobreprotectoras entrañan una inconsciente subestimación del otro, mutilante del desarrollo de la personalidad humana y de la adquisición de capacidades para afrontar los desafíos que impone la vida. Conducen, en última instancia, a inhibir la maduración del sentido de responsabilidad social.
Desde las primeras edades, la criatura debe asumir hábitos tendientes a hacerse cargo de áreas de creciente importancia. Al iniciarse en los primeros pasos de la escolaridad le corresponde discernir los materiales que habrá de incluir en su mochila.
Sucede con frecuencia, por lo contrario, que esta rutina cotidiana es asumida por los adultos, quienes se ocupan de realizar en el hogar los ejercicios prácticos encomendados mientras el escolar se abstrae escuchando música a través de audífonos, con lo cual se frustra el cabal cumplimiento del proceso de aprendizaje.
Si el resultado final resulta insatisfactorio, la responsabilidad recae en las insuficiencias del maestro o en el descuido de los padres. Sin duda, estas deficiencias existen.
Merecen un análisis independiente relacionado con otro debate significativo, vinculado con las consecuencias sociales de la expansión de la enseñanza a distancia, condicionada por las medidas dirigidas a frenar la aceleración de los contagios del coronavirus.
Tal y como se viene planteando en muchos países, el abandono de las clases presenciales acentuará el abismo entre los privilegiados con acceso a los recursos de las nuevas tecnologías y aquellos otros que nada tienen y carecen además de una familia con la formación intelectual requerida para ofrecer orientación y consejos en sustitución del papel que corresponde desempeñar al maestro distante.
Volviendo a mis recuerdos infantiles, la convicción de que mis resultados docentes dependían por entero de mi actitud ante el estudio, se convirtió en una segunda naturaleza. También aprendí, en la práctica concreta, que me tocaba colaborar en tareas hogareñas.
De la responsabilidad asumida en la célula básica de la sociedad, dimanó mi conciencia ciudadana. Rechazaba con violencia la ñoñería en el trato con los adultos, como si mi corta edad significara manquedad mental.
Me proyectaba hacia el porvenir. Soñaba con llegar a ser grande, vale decir, adulta. Entonces, según contaba Dora Alonso, alcanzaría la condición de intelectual. Creo haberlo logrado venciendo obstáculos de todo tipo, incluyendo los impuestos por la ceguera, en el acceso al conocimiento y en la amplitud del radio de mis relaciones sociales.
Cada obstáculo vencido me ha deparado instantes luminosos de plenitud y felicidad. Me había preparado para la vida.
La Revolución promovió una acelerada dinámica social. Los hijos de campesinos recién alfabetizados se cuentan hoy entre nuestros más reputados científicos y entre los artistas de más amplio reconocimiento internacional.
Sin embargo, la memoria de un ayer doloroso generó una errónea manera de interpretar la prédica martiana en cuanto a que «los niños nacen para ser felices». La felicidad no consiste en prolongar la infancia en un permanente estadio de holgada irresponsabilidad.
La felicidad verdadera se fundamenta en la posibilidad de alcanzar la plenitud espiritual, reconocer la belleza del crepúsculo, el calor de la mano afectuosa, la íntima satisfacción producida por el gesto generoso y el disfrute de la obra bien hecha, de la floración de la planta recién sembrada por el campesino, el maestro, el médico y el constructor.
«Empínate», dijo Mariana Grajales al menor de sus hijos. De eso se trata en la encrucijada actual. Acosados por el bloqueo, se nos plantean dos desafíos simultáneos, el crecimiento económico y el enfrentamiento al subdesarrollo.
Crecimiento y desarrollo no son sinónimos, porque el aumento del Producto Interno Bruto no garantiza el desarrollo humano, premisa estratégica de nuestro proyecto social.
Para lograr ambas cosas requerimos recursos humanos altamente calificados a fin de generar valor agregado a nuestros productos, competir en el mercado internacional y ofrecer respuestas adecuadas a los cambios que impone una realidad siempre mutante.
*Destaca intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)