Emilio Roig. Foto: Archivo
Por Graziella Pogolotti*
Todos le decían Emilito, más por afecto que en razón de su estatura. Cursaba todavía el bachillerato cuando empecé a asistir, por iniciativa propia, a los ciclos de conferencias que auspiciaba en el Palacio Lombillo.
En las noches, pasando de Peña Pobre a Cuba, desembocaba por Empedrado, en la Plaza de la Catedral, apacible y silenciosa a pesar de la mala fama que envolvía al solar del Chorro.
Pude observarlo desde la distancia, inquieto, nervioso, en ocasiones explosivo, como cuando los marines ultrajaron el monumento a Martí en el Parque Central.
Entonces, desde la radio, pronunció en inglés palabras que dichas en castellano no podrían transmitirse por ese medio por violar las normas morales en torno al uso del léxico impropio. Sons of a bitch eludía la censura existente.
En obediencia a las leyes de la dialéctica, en la República neocolonial los Gobiernos sumisos al imperio se bañaban en la corrupción más desvergonzada aunque salpicaran un poco.
El desmesurado crecimiento del latifundio azucarero acrecentó la deformación estructural de la economía y acentuó la dependencia a la merced de las cuotas otorgadas por nuestro principal comprador.
El pensamiento anexionista se infiltraba por diversas vías. Cuando el panorama crítico amenazaba con provocar estallidos, el injerencismo auspició tiranías sangrientas.
Por otra parte, la memoria del legado independentista se mantuvo vigente y nutrió distintas formas de resistencia que adoptaron una característica de acentuada radicalización en los sectores obreros, campesinos, femeninos, estudiantiles y también entre los intelectuales.
Estos movimientos sociales se hicieron visibles y forjaron alianzas en los años 20 del pasado siglo, la denominada por Juan Marinello década crítica, preludio de la Revolución del 30.
El complejo panorama socioeconómico del país y la consiguiente radicalización política determinaron que, en 1934, una comisión de especialistas estadounidenses emprendiera una investigación acerca de la situación cubana.
Publicada con el título de Problemas de la nueva Cuba, la obra contenía recomendaciones al Gobierno del país vecino, entre ellas, la supresión de la base naval de Guantánamo.
Ese contexto permite valorar en su integralidad la trayectoria de Emilio Roig. Como historiador, para contrarrestar las influencias anexionistas, insistió en demostrar que Cuba no le debe su independencia a Estados Unidos.
Su papel en el campo de la cultura fue fundamental. Desarrolló una intensa labor periodística de claro acento político dirigida a un amplio público lector en la revista Carteles y se hizo cargo de la revista Social, de peso decisivo en la configuración del paisaje, en tanto vocero de las ideas de la primera vanguardia.
Fue uno de los puntales del Grupo Minorista, informal en su estructura, pero sustentado en una plataforma inspirada en gran medida por Rubén Martínez Villena, que conjugaba renovación artística y compromiso político.
Desde sus funciones como historiador de la ciudad, Emilio Roig batalló para preservar La Habana colonial. Valoró la importancia de ese tesoro patrimonial, también reconocido por escritores, artistas y por los arquitectos Bens Arrate y Joaquín Weiss. Tropezó con poderosísimos intereses creados.
La injerencia norteamericana en la República neocolonial había convertido esa área de la capital en nuestro minúsculo y subdesarrollado Wall Street, con las sedes matrices de los principales bancos y oficinas de abogados al servicio del poder hegemónico.
El precio del metro cuadrado de terreno se agigantó. Así pudo derrumbarse la Universidad de San Gerónimo con uno de los mejores artesonados mudéjares de América Latina para edificar la insípida estructura rectangular destinada a constituirse en terminal de helicópteros.
Leal a Cuba y a su predecesor. Foto: Archivo
Dotado de inmensa fuerza de voluntad, Eusebio superó las limitaciones debidas a su origen humilde. Con esfuerzo propio, se hizo historiador. Fiel al legado de Emilito, reverenció su memoria y extrajo del olvido buena parte de su obra.
La Revolución detuvo el mercado especulativo en torno al valor de los suelos. A pie de obra, Eusebio rescató la Plaza Vieja, la preciosa capilla de la Alameda de Paula. Su verbo brillante despertó en el pueblo el amor por lo propio y convenció a los decisores de la imperiosa necesidad de conceder prioridad al salvamento del patrimonio aún en las circunstancias económicas más difíciles.
Su logro mayor residió en demostrar la factibilidad práctica de la aparente utopía. Los gastos de gran magnitud se revertían en inversiones para afrontar las acuciantes demandas financieras de un país cercado por un bloqueo implacable.
El encanto de la ciudad rescatada imantó el desarrollo de un turismo de ciudad en una isla caribeña condenada a depender tan solo de las bondades del sol y la playa.
Siguiendo el ejemplo de La Habana, otras ciudades obtuvieron la condición de Patrimonio de la Humanidad reconocida por la Unesco. Sin embargo, una de las más lúcidas vertientes de la obra emprendida por Eusebio se manifestó en el rechazo de cualquier tentación de hacer del patrimonio rescatado un museo privado de vida.
Preservó en ella la cultura viviente de sus habitantes. Lejos de convertirla en ciudad para turistas, hizo de La Habana Vieja una ciudad para sí, donde cada edificación restaurada mejoró las condiciones de vivienda de sus propietarios.
La médula esencial del pensamiento y la obra de Eusebio se expresa en su definición de un plan director con visión a largo plazo consistente en considerar la cultura como motor integrador de los distintos factores a tener en cuenta para el desarrollo: el fortalecimiento de las instituciones, la economía, la sociedad y los valores cívicos.
Ese legado no se limita tan solo al manejo de los centros históricos consagrados por los siglos, sino también al patrimonio que se ha edificado hasta nuestros días, ámbito urbano donde se reconocen las demandas del hábitat, la continuidad de estilos de vida hechos a la medida del ser humano y definitorios de los rasgos de una identidad que sigue haciéndose con el paso del tiempo.
Eusebio permanecerá para siempre en cada sitio de su Habana natal. Foto: Archivo
Resultado de medio milenio de incesante laboreo, queda mucho tesoro escondido, enmascarado tras la desidia y el abandono, por redescubrir. La empresa no pudo ser obra del breve tránsito de una existencia humana.
Con entrega total, movido por la fe absoluta en el destino de la patria, Eusebio hizo lo suyo. Nos deja varias lecciones imprescindibles. Para actuar con eficiencia en el rescate de las piedras de antaño y en las que hemos ido dejando en el curso del tiempo, hay que conceder prioridad al estrecho maridaje entre historia, cultura y vida, palancas verdaderas del desarrollo económico.
Porque la tarea exige el concurso del esfuerzo de todos, hay que hacer conciencia a través de la práctica incesante y sembrar el orgullo por lo nuestro, tomar distancia del aldeano vanidoso, deslumbrado por el empresario voraz, afanoso de las ganancias inmediatas, emisario de capitales golondrinas indiferente a los beneficios a mediano plazo.
Actuando de ese modo no nos despediremos de Eusebio. Permanecerá entre nosotros para siempre.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)