Escultura a Céspedes, de Enrique Ávila.
El recuento de la trágica jornada del 27 de febrero de 1874, en San Lorenzo, es siempre doloroso, arrasador.
Hasta ese paraje de la Sierra Maestra había llegado Carlos Manuel de Céspedes en busca de refugio, tras haber sido depuesto de su cargo como Presidente de la República en Armas, en octubre de 1873, y haber tolerado, con estoica dignidad, no pocos ultrajes y manipulaciones de quienes no supieron valorar la grandeza del iniciador de nuestras luchas por la independencia.
Despojado de sus escoltas y ayudantes, y negada su petición de pasaporte para salir de Cuba legalmente –nunca como fugitivo–, evitando mayor desunión con su presencia en la Isla, Céspedes vivió sus últimos días en total humildad, aunque rodeado de moradores que, en señal de respeto, le llamaban el «viejo Presidente».
En aquel retiro, el patricio enseñaba a dos pequeños a leer y a escribir con una cartilla de madera confeccionada por él. Jugaba ajedrez y disfrutaba del café hecho en la montaña, al tiempo que llevaba amoríos con Francisca (Panchita) Rodríguez, una joven del caserío con quien tendría un hijo que no llegó a conocer.
Justo en la casa de la muchacha se encontraba El Iniciador, aquel fatídico 27 de febrero, cuando una niña avisó de la presencia de los españoles cerca del lugar. Su suerte estaba echada.
Tal vez, como presagio de su destino, esa alborada Céspedes iba vestido con lo mejor de sus atuendos, y había rechazado una invitación a almorzar a una legua de San Lorenzo, adonde mandó a pedir excusas por su ausencia a José Lacret, quien le acompañaba; mientras su hijo Carlos Manuel andaba un poco lejos.
Allí libró su último combate. A pesar de estar casi ciego, no dudó en usar su revólver mientras corría en la maleza para escapar. Al borde de un farallón disparó dos veces, la última, al sargento Gonzalo Ferrer, quien le devolvió un tiro «a boca de jarro». Tenía 55 años el Padre de la Patria, cuando «cayó por el barranco como un sol de fuego que desciende al precipicio».
Por San Lorenzo entró a la inmortalidad aquel «hombre de mármol» que, 147 años después, aún nos guía con su máxima de vida, escrita en una carta a su esposa Ana de Quesada: «He hecho lo que debía hacer. Me he inmolado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la historia».