Imágen tomada de Granma.
A mi hija le diré siempre cuán hermosa es a mis ojos, pero también que es fuerte, inteligente, que ella puede, que es capaz, que no hay límites a lo que puede soñar y ser...
Las teorías explican que los machos de algunas especies son ágiles y vistosos para que resulten más atrayentes a los depredadores. Así se las ingenió la naturaleza para preservar a las hembras, y su importante papel reproductivo.
Siguiendo esa lógica y trasladándola a los humanos, podría pensarse que los hombres deben proteger a la mujer y mantenerla en un lugar de privilegio; una simplista línea de pensamiento que sirve de pretexto a ciertos «neardenthales» de uno y otro sexo, para limitarlas a ellas y sus potencialidades.
Las mujeres somos mucho más que un supuesto destino biológico. La discriminación por motivo de género es el producto de convenciones sociales profundamente arraigadas.
Desde que la sociedad patriarcal se impuso, para la mujer comenzó una historia de siglos de dominación. Aunque en cada región el fenómeno se expresó de maneras diferentes, en buena medida fueron comunes la precariedad en los niveles de instrucción, la violación de sus derechos sexuales y reproductivos, y la no inclusión en la vida política.
En el siglo XXI, la época de internet, de las nanotecnologías y la modificación genética, estos flagelos se mantienen y existen otros peores. A pesar de la lucha de las mujeres por su derecho al sufragio, a estudiar carreras universitarias y ejercerlas en igualdad de condiciones, y a decidir sobre su cuerpo; ser parte de lo que algunos mal llaman el «sexo débil» es aún un reto y, no pocas veces, un riesgo.
Todavía en algunas naciones se realiza la ablación del clítoris a niñas y adolescentes con el objetivo de privarlas en el futuro del placer sexual y asegurar así la completa fidelidad a los maridos. En otras regiones, las que se presuma hayan sido infieles son apedreadas hasta morir, sin que la ley condene a sus asesinos. Las mujeres son víctimas del tráfico sexual, de las violaciones, de los feminicidios...
Estos son hechos bárbaros, pero hay otros más sutiles, por ser silenciados o naturalizados, e igualmente crueles, como la diferencia de salario entre un hombre y una mujer que ocupan el mismo puesto de trabajo, la menor promoción laboral, el irrespeto a los derechos de maternidad, la violencia doméstica…
Cuba puede preciarse de sus avances en la materia; a lo largo de su proceso revolucionario ha sido una prioridad incorporar activamente a la mujer en la vida social del país. Ya a nadie asombra que en un aula universitaria cubana muchas veces el número de mujeres se imponga ampliamente o que exista un mayoritario porcentaje de diputadas.
Sería injusto desconocer las facilidades de licencia de maternidad, el derecho al aborto e incluso, el impulso a los estudios sobre género. Pero no todo está logrado. Por ejemplo, aún falta para alcanzar la equidad, no solo de la puerta del hogar hacia afuera, sino también hacia adentro.
Para buena parte de las cubanas que trabajan de forma remunerada, la jornada laboral no termina; en cuanto abren la puerta de la casa comienza otra que no concluye hasta la hora de dormir: la de cocinar, limpiar rápidamente y recoger los «regueros de la mañana», fregar los platos y sentarse con los hijos a hacer la tarea.
Y cuando llega el fin de semana tampoco las obligaciones se acaban, porque es el momento de lavar la ropa de la semana, limpiar a fondo la casa y asegurar un buen almuerzo de domingo.
No importa que su aporte salarial sea igual al de la pareja o incluso lo supere, las tareas se comparten en muy pocas ocasiones; porque las cosas de la casa son de la mujer, un ideal sembrado desde la infancia, porque un niño con escobita y recogedor es «raro», «flojo», y los carritos son para ellos, y las muñecas y biberones para ellas, porque para él la calle y para ella la casa y las piernas bien cruzadas. Y así los esquemas se reproducen y la más trabajadora de las mujeres cría un hijo varón machista, incapaz de freír un huevo.
Quizá lo más preocupante es que muchas mujeres no reaccionen ante el esquema y lo acepten sin rebeldía, sin exigir a su familia la corresponsabilidad para cumplir las tareas del hogar, y vivan cansadas, estresadas, pudiendo contar con los «hombres de la casa» solo si se rompe el ventilador, si hay que cambiar una lámpara o pintar, esos que se consideran «trabajos fuertes», de varones. Así casi todas las veces caen sobre los hombros de las mujeres las labores de cuidado y el peso de la maternidad.
Cada vez más familias hoy se reconfiguran y apuestan por socavar los roles establecidos; pero es insuficiente y por eso en materia de género la política debe ser siempre de vanguardia.
Se trata, en parte, de formar niños y niñas que puedan reconocer sus diferencias y aceptarlas, para que en vez de barreras devengan en puentes de comunicación; niñas y niños sin estereotipos que entiendan que nacer hembra no implica traer en la mano una escoba, que un padre también cambia pañales, arrulla y lleva al médico.
A mi hija le diré que sea princesa o guerrera, lo que prefiera, siempre que el cuento lo escriba ella. Que sea una mujer buena, independiente... Pero que, sobre todo, sea una mujer feliz.
Y todo eso, en un mundo donde se respete su vida, no por madre, esposa, hija o hermana, sino por persona. Donde haya menos o desaparezcan los mandatos sociales, los prejuicios, la carga mental, el acoso... Un mundo donde ella pueda explorar todo lo hermoso y liberador de ser mujer. (Tomado de Granma).