Vicentina Antuña
por Graziella Pogolotti
Para nosotros, iniciar los estudios universitarios significaba dar un salto hacia adelante en un proceso de aprendizaje que integraba el crecimiento intelectual y el acceso a una realidad social más compleja. Mis inclinaciones personales se centraban en la búsqueda de respuestas ante los problemas planteados por la contemporaneidad en sus aristas culturales y humanas. Todo parecía distanciarme del arduo esfuerzo impuesto por el estudio del latín clásico. Pero aquella mañana, en el tempranero primer turno de clase, nos recibió la amplia sonrisa de Vicentina Antuña, respaldada por una aureola transmitida por generaciones.
Le decían magistra, modo de reconocer la estatura de una enseñanza que sobrepasaba en su alcance el estrecho dominio del aula, donde habríamos de vencer los escollos de la Gramática hasta llegar a traducir textos de Julio César y de Salustio, a la vez que preservábamos para siempre en la memoria las fábulas de Fedro inspiradas en Esopo. Lo esencial de la enseñanza no se limitaba a los arcontes de Grecia, porque el tronco habría de estar en nuestra república. El rigor pedagógico y académico, necesario en todo proceso formativo, se complementaba con el diálogo informal, que daba apertura a un aprendizaje extracurricular enfocado hacia los más amplios horizontes.
En efecto, a la salida de la clase, Vicentina se instalaba en la minúscula cafetería para disfrutar una tacita de infusión. Allí la rodeábamos. Sin considerar límites de horario, la estancia se prolongaba con debates que abordaban los más acuciantes problemas de la contemporaneidad, atravesados por el acontecer de la política y por nuestras inconformidades respecto al adocenamiento de la enseñanza universitaria.
Vicentina Antuña
Movidos por la intransigencia juvenil, adoptábamos a veces posiciones de extrema intolerancia. Vicentina nos incitaba a matizar el análisis. Una llamada de atención sobre la responsabilidad inherente al ejercicio de la crítica dejó una impronta definitiva en mi conducta posterior. La autoridad de su palabra dimanaba de su actitud ejemplar en el aula, de su respaldo a muchas de nuestras iniciativas y de su proyección social a través de una práctica concreta en el enfrentamiento de los males que lastraban la vida republicana, todo ello apuntalado en irrenunciables principios éticos.
Participó activamente en la organización del movimiento feminista cubano, asociado a las posiciones más progresistas. Desde la Sociedad Lyceum, como parte de su directiva, contribuyó a crear un espacio de resistencia cultural que brindó apoyo a la vanguardia artística desamparada por las instituciones oficiales, proyectó hacia el ámbito público la voz de los más connotados intelectuales de la época, con énfasis en reputadas figuras comprometidas con la defensa de la República Española, así como la de personalidades latinoamericanas representativas de lo más avanzado del continente. En los días de la dictadura de Batista, la institución amparó la exposición Homenaje a Martí.
Ante la crisis irreversible de la República neocolonial, Vicentina se decidió a intervenir en la vida política. Se encargó de la sección femenina del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). Ya bajo la tiranía batistiana asumió un ramal de la resistencia cívica del Movimiento 26 de Julio.
Su trayectoria docente, su proyección social y su conducta cívica le confirieron un sólido reconocimiento en los campos de la cultura y la educación. Con ese respaldo, encabezó la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación después del triunfo de la Revolución. Junto a Vicentina Antuña, el poeta José Lezama Lima, fundador antaño de la revista Orígenes, se ocupó de la difusión de la literatura e impulsó la publicación de textos representativos de lo más valioso de nuestra tradición. También el compositor José Ardévol, animador del Grupo de Renovación Musical, refundó instituciones fundamentales en esa área.
Maestra siempre, la educación constituía su preocupación mayor. Sin conceder horas al descanso y sin renunciar a la tarea encomendada en el ámbito de la cultura, se entregó de lleno al proceso de Reforma Universitaria, transformación radical de conceptos y programas que arribará próximamente a su sexagésimo aniversario. Por las noches, al término de la jornada laboral, rodeada de un estrecho número de colaboradores, afrontaba la puesta en marcha de un diseño renovador para la Escuela de Letras y de Arte de la Facultad de Humanidades. Después asesoraría al Ministerio de Educación en el perfeccionamiento de la enseñanza del español. Recibió honores, pero no la sedujeron los oropeles. Su ancla esencial se mantuvo en el aula, allí donde su acción directa podía configurar el perfil ético e intelectual de los más jóvenes.
Al igual que la mía, generaciones sucesivas le siguieron diciendo magistra. Recibimos de ella lecciones de rigor mediante el desciframiento de clásicos de la latinidad. Más allá de esa frontera, en diálogo informal aprendimos a leer la realidad en su complejidad y riqueza de matices.
Vicentina Antuña no dejó obra escrita. Fecunda e impalpable, marcó la formación de seres humanos, ciudadanos conscientes apegados a sólidos principios éticos. Fue su modo de hacer Patria. Su memoria, hoy más necesaria que nunca, tiene que preservarse a través del testimonio de quienes la conocieron. Su padre, emigrante asturiano, labró la tierra en las cercanías de Güines. Animada por la voluntad de contribuir a la construcción de una nación justa y soberana, Vicentina sembró futuro. (Tomado de JR)