por Graziella Pogolotti
En una improvisada sala de teatro, antes del inicio de la función, un actor salió al escenario para dirigirse al «distinguido público». Desde la platea, una voz respondió: «El público soy yo». Eran los tiempos de la República neocolonial.
En 1957 apareció el cuerpo sin vida de Carlos Enríquez en la modesta vivienda de madera llamada El hurón azul, hoy recién restaurada. Allí había desarrollado su obra mayor, indagación de rasgos esenciales de nuestra identidad, contribución que trascendió su época e integra ahora la colección resguardada por nuestro Museo Nacional de Bellas Artes.
En la hora final, el pintor había tenido a su vera a su perro Calibán. Así, ante la incuria de los Gobiernos imperantes, mientras la burguesía miraba hacia otro lado, los artistas se empeñaron, en lucha angustiosa por la supervivencia propia, en participar en la construcción de un país. Carecían de respaldo económico para subsistir. Les faltaba, sobre todo, el interlocutor necesario para el logro de la plena cristalización de su trabajo a través de un efecto multiplicador nacido de la diversidad de perspectivas latente en la conciencia de sus receptores.
La tenacidad y el sacrificio no resultaron baldíos. Al triunfar la Revolución disponían de oficio y de claras definiciones conceptuales coincidentes, a pesar del amplio espectro ideológico, en la voluntad de forjar un proyecto de nación. Habían asegurado la continuidad de una tradición animada por el propósito emancipador e independentista.
Desde el amanecer de 1959, la Revolución triunfante impulsó el establecimiento de una base institucional que dio cauce a la creación artística, a la vez que favorecía el despertar del interlocutor necesario, despojado hasta entonces de recursos materiales, así como del acceso a los bienes espirituales.
Ofreció los medios para el desarrollo del ballet y la danza moderna, para la práctica profesional de numerosos grupos de teatro, sentó las bases fundacionales del cine y auspició un extenso movimiento editorial que puso el libro al alcance de todos. Pero el factor decisivo en el proceso de transformación en marcha rebasaba la indispensable concesión del auspicio a la creación artístico-literaria. Emanaba de un proyecto que articulaba educación y cultura. Con la Campaña de Alfabetización, estaba naciendo el interlocutor tantas veces añorado. La democratización de la educación y de la cultura andaban aparejadas.
A pesar de la escasez de estudios históricos, el recuerdo de la experiencia vivida ofrece la posibilidad de rescatar algunos rasgos característicos de la época. La etapa transcurrida entre 1959 y 1968 conoció un excepcional período de efervescencia creativa en el campo de las ideas.
La insurgencia cubana y la singularidad de su propuesta situaba a la Isla en el centro de uno de los ejes del proceso descolonizador a escala del Tercer Mundo, proyectado en particular hacia la América Latina, todo lo cual afianzó, con mayor grado de riqueza e intensidad, el reconocimiento de nuestra identidad nacional. Asumíamos, con perfil propio, el legado de José Martí y el de una tradición marxista enraizada en el contexto específico del acá subdesarrollado de nuestro universo.
Podía plantearse de esa manera que la auténtica liberación de los pueblos sometidos al dominio del imperialismo implicaba, por necesidad, la asunción de perspectivas anticapitalistas. De todo ello se derivaba una relectura de la historia y un replanteo del concepto de cultura, más cercano a la visión de la antropología social. El alcance de ese debate convocó a escritores, artistas e intelectuales venidos de América Latina, Europa y África, tal y como ocurrió en el congreso cultural de enero de 1968.
Las huellas de un pensamiento en permanente construcción pueden encontrarse en revistas como Casa de las Américas, Cine cubano —auspiciada por el Icaic— y la Gaceta de Cuba, órgano oficial de la Uneac. Entre las temáticas abordadas no podían faltar las atinentes al diseño de políticas culturales, dirimidas a veces con aspereza en diversas publicaciones.
En este terreno, a partir de las Palabras a los intelectuales, Cuba tomaba distancia de las normativas establecidas en los países socialistas. Las artes visuales pudieron asimilar con provecho la experimentación contemporánea, concluida en su diversidad, la abstracción, el expresionismo, el surrealismo y el pop art. El cine naciente recorrió los caminos abiertos por el neorrealismo italiano, la nueva ola francesa y el free cinema británico para sumergirse en la exploración de una realidad histórica con fuerte contenido social.
En todos los ámbitos, una generación emergente se unía a los actores ya establecidos para emprender una tarea común. Tradición, lenguaje contemporáneo y poesía definieron el nacimiento de la Nueva Trova, articulada al extenso movimiento latinoamericano de la canción protesta.
Fructificaba el saber acumulado, con inmenso sacrificio personal, en las circunstancias adversas de la República neocolonial.
Factor decisivo en ese empeño fue la acelerada construcción del interlocutor demandado por la creación artística, resultado de la prioridad concedida a la educación y del poderoso crecimiento de las publicaciones con respaldo del presupuesto gubernamental. Ediciones masivas a bajo precio conquistaron un lector naciente, que tuvo a su alcance los clásicos de la literatura universal, los textos hasta entonces poco divulgados de América Latina y África, así como a los autores cubanos del pasado y del presente.
Rescatar la memoria histórica trasciende la evocación nostálgica y la recuperación arqueológica del ayer. De su relectura provechosa dimana un aprendizaje urgente para afrontar, en toda su complejidad, los desafíos de una contemporaneidad que coloca en primer plano la batalla cultural y de edificación de un sujeto consciente y crítico, apto para asumir su papel de protagonista de los procesos históricos. (Tomado de JR)
La cultura en los 60
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