Estatua Ignacio Agramonte
por Leidys María Labrador Herrera
¡Con la verguenza¡ sí, también de esa manera lucha un revolucionario, aun cuando el enemigo lo crea vencido. Eso nos enseñó Ignacio Agramonte y Loynaz, y fue solo una de las incontables lecciones de coraje, moral, y dignidad que nos legó quien fuera uno de los más grandes jefes militares de nuestras luchas por la independencia.
El Mayor General que condujo con maestría y brazo firme a la caballería camagüeyana, temida por el enemigo español, ganó, por su lealtad a la Patria, el respeto no solo de todos aquellos que tuvo bajo su mando, sino de los más insignes patriotas con los que coincidió en el tiempo.
Sus hazañas militares, su concepto de la guerra y la defensa de sus ideales y principios, consolidaron al hombre que muy pronto dejó de ser solo un héroe del Camagüey, para serlo de Cuba toda.
Fue una estrella cuyo brillo no tardó en iluminar las esperanzas de libertad que latían en el corazón de los cubanos.
Desde que se incorporó a la Guerra de los Diez Años, en Las Clavellinas, puso la vida a los pies de su tierra. Cada una de las responsabilidades que ocupó desde entonces, manifestaron la grandeza de quien pudo preferir la vida reposada de un abogado, el calor hogareño junto a la mujer amada, pero eligió la del mambí, aunque eso implicara constantes privaciones y sacrificios.
Fue Agramonte el hombre que no abandonó al Brigadier Sanguily, y para rescatarlo, protagonizó una de las más grandes proezas militares que guarda con celo la historia de Cuba, y que le ganó, incluso, la admiración de sus enemigos.
Estaba hecho de una fibra que lo convirtió en leyenda, porque hombres de su estirpe dejan huellas que el tiempo no puede borrar.
La muerte lo sorprendió el 11 de mayo de 1873 en Jimaguayú, en un momento en que mucho podía hacer aún por la causa de su tierra, y su pérdida dejó un innegable vacío en las filas del Ejército Libertador, aunque ya su ejemplo estaba destinado a perdurar.
Sus enemigos pensaron que, al desaparecer su cadáver, desaparecería con él la impronta de aquel mambí excepcional, pero la memoria de los pueblos nada ni nadie puede borrarla, y allí, en ese espacio sagrado del homenaje y el respeto, cabalgará eternamente El Mayor. (Tomado de Granma)