Foto: Ricardo López Hevia
En la mañana del cuarto día del incendio en la Base de Supertanqueros de Matanzas, el panorama es mucho más esperanzador y, sin embargo, sobrecoge. La primera palabra que viene a la mente para describirlo es «dantesco».
La entrada de la instalación, que el día anterior estaba intacta, tiene renegrida parte del muro y de la reja; lo que fuera un carro es una armazón carbonizada, en el suelo se mezclan cenizas y petróleo. Huele intensamente a quemado.
Pero el cielo es otra cosa, la columna de humo ya no parece una mole negra y compacta ni está cruzada por amenazadores chispazos rojos. Y otra cosa es también el afán de la gente que al filo del amanecer se entrega.
Ahí están los hidráulicos que instalan tuberías gigantescas de las que emergen chorros de agua; los bomberos que van y vuelven del centro del fuego y dicen: «esto sí lo “reventamos” hoy», «ya lo peor pasó»; y los socorristas que atienden a dos perros sedientos y estresados, y les dan agua de sus cantimploras con la misma ternura con que se asiste a un niño.
La actividad es frenética, se mezclan generales, altos dirigentes del Partido, coroneles, directivos de empresas, choferes, operarios…; y no hay distancias, todo el mundo se asiste para no caer en un desnivel del terreno, para que el camión que da marcha atrás no atropelle a quien habla por el móvil, para intercambiar datos y aliento.
Más de uno tiene quemaduras visibles, quemaduras de la primera noche. Mientras los pies caminan sobre la mullida capa de ceniza parece increíble que no haya habido más víctimas, y la explicación está en la voluntad de preservar las vidas, aun cuando significara perder más recursos y que demorase más la batalla contra el fuego.
Pasan las horas y el martes 9 de agosto se vive en Matanzas como un largo y ansiado suspiro de alivio. En la ciudad se hace mucho también para sostener las labores, para ayudar, sanar, organizar.
Lo que la gente se pregunta en calles y parques, en casas y en redes sociales es «¿cuándo terminará?». Curiosa, o más bien, lógicamente, los únicos que no hablan de eso son los que enfrentan las llamas aún prendidas, y quienes esperan que la situación sea propicia para buscar a los desaparecidos.
Por mucho que a lo largo de la jornada se haya repetido que el combustible es traicionero, que queda trabajo; que no se puede, en fin, cantar victoria antes de tiempo, la tentación de hacer la pregunta de todos es muy grande.
Cerca de la tarde-noche, en el área de la zona industrial, un socorrista de mucha experiencia escucha la interrogante como quien se la espera, cruza los brazos, retrocede un poco, y dice: «Esto es hasta el último día».
Parece verdad de Perogrullo, pero la sabiduría de quien ha salvado muchas vidas a lo largo de la suya golpea tanto como el paisaje encontrado en la mañana, solo que más amablemente.
Hasta que haga falta estarán allí esos hombres y mujeres, hasta que no haya llamas, hasta que sea seguro, hasta que se encuentren los desaparecidos.
Y aún después seguiremos recordando no solo lo terrible de estas jornadas, sino también a quienes nos permitieron atravesarlas.
Solo algo permanece en la memoria más que los desastres, y es el heroísmo al que obligan. (Tomado del diario Granma).