Cubanos con banderas
por Elson Concepción Pérez
Nuestros enemigos se pueden dar el oscuro lujo de la incoherencia, ese mezquino placer de decir una cosa y luego hacer otra, de defender hoy una causa y mañana denostarla. Nuestros enemigos pueden abjurar de todos sus principios, de esos ideales que alguna vez prometieron salvaguardar al precio de cualquier sacrificio.
Nuestros enemigos pueden ser sibilinos, moverse entre sombras, no dar la cara; pueden hacer gala de oportunismo y cambiar de rumbo según sople el viento, como veletas, o dedicarse a la vida de intrigantes, de hipócritas, de los que callan la verdad por conveniencia y agitan en el aire la bandera de la mentira y la traición.
Nuestros enemigos pueden hacer todo eso sin perder el sueño, sin conciencia que les hierva en las sienes, y siempre hallarán refugio y buen yantar; tendrán premios, homenajes y ovaciones. Pero nosotros no; nosotros no podemos darnos esos lujos, nosotros no podemos ser incoherentes y andar por el camino del mundo dando bandazos demagógicos. La incoherencia es nuestro pecado capital.
Quien se diga revolucionario debe siempre decir lo que piensa, sin que ello implique renegar de la asertividad o del tino; y, más importante aún, debe hacer según lo que dice, ni más ni menos, sin martirios absurdos. Convertirnos en estatuas silentes o monigotes del asentimiento daña al proyecto de emancipación individual y colectiva que propugnamos, propicia la viralización de los simuladores y convierte la complicidad ante lo mal hecho en condición del éxito.
Martí decía que libertad era el derecho de cada hombre a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. Como todo derecho, creerlo conquistado de forma irrevocable es negarlo: por la libertad hay que luchar todos los días. Nos hacemos presos de nuestro propio confort si esperamos plácidamente, para decir la verdad, a que nos celebren de forma unánime por nuestra valentía y honestidad: siempre habrá quien esgrima autoridad para acallar las voces incómodas a su posición.
A los revolucionarios no nos esperan vítores y agasajos por hacer lo que debemos. Martí también dijo que la libertad era la tiranía del deber. No habrá opíparos banquetes ni fuentes de champán para los que decidamos seguir en la senda de la Revolución, porque sabemos de ara y no de pedestal. La altura relativa de un puesto, de un cargo, no nos dará soroche ni libaremos frenéticos las mieles del poder.
Nuestro discurso es el de la justicia social y la soberanía popular, es el discurso de la dignidad plena y de la equidad. Ese discurso no puede amparar a quienes batallan por privilegios, a quienes juntan en su nido, como urracas, los oropeles del latrocinio. Si la Revolución es de los humildes, por los humildes y para los humildes, no cabe en su seno quien solo sepa de frívola ostentación y de apetencias banales.
No nos son extraños los errores. No somos impolutos. No somos ascetas. Pero debemos aspirar a que no quede error sin corregir, a limpiar las inevitables máculas que caen sobre cualquier obra humana, debemos aspirar a la austeridad de los que no medran con el peculio público, al sobrio carácter de los que no usan influencias y afectos como moneda de cambio. Debemos ser paladines de la verdad aunque la verdad nos desnude y nos hiera.
La incoherencia es el pecado capital de los revolucionarios. Ser de otra forma, aspirar a otras metas, implicaría antagonismos irreconciliables con nuestros valores fundacionales; antagonismos que pondrían en vilo los cimientos del socialismo en Cuba, esa obra perfectible y llena de andamios que persistimos en edificar, convencidos de que una alternativa al injusto statu quo es necesaria. (Tomado del diario Granma)