Indio Naborí con su hijo
por Susana Besteiro Fornet
Mucho se ha escrito sobre el poeta, más desde que se acerca la fecha de su centenario, este 30 de septiembre. Aunque la humanidad rebosante en la obra de Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí (1922-2005), no lo hace fácil, olvidamos, a veces, que los grandes poetas fueron hombres que sufrieron y amaron. Para acercarnos a esta figura desde un ángulo más íntimo, Granma conversó con Fidel Antonio Orta, no como director de la Oficina de Investigación y Promoción Cultural Indio Naborí, sino como hijo menor del escritor.
–¿Qué es lo que más recuerda de su padre?
–Su ternura, su paciencia, su infinita capacidad de comprensión y diálogo. Era un hombre-padre que casi nunca alzaba la voz, una voz siempre pausada, rítmica, cargada de fino humor cubano. Recuerdo mucho su abrazo, su beso, sus manos, sus ojos y sus consejos de padre bueno desde que yo era un niño.
–¿Cómo fue crecer siendo hijo del Indio Naborí?
–Para mí siempre fue mi viejo, mi viejuco, jamás lo vi como el famoso Indio Naborí. Cuando tuve una clara conciencia de su altura y transcendencia literaria, se multiplicó mi respeto y admiración por él. Pero eso era de la piel hacia afuera, porque de la piel hacia adentro seguía siendo el mismo padre juguetón, entretenido y risueño que siempre tuve. Describiría mi niñez entre risas y sueños, entre juegos y guitarras, entre poemas y canciones. Por suerte, siempre acompañada de mis cuatro grandes amores: padre, madre y mis dos hermanos.
–Sus tres hijos han incursionado en la escritura, ¿alguna vez él los incentivó a hacerlo?
–La influencia literaria que emanaba de él era como el aire de la casa, pero nunca incentivó que nos dedicáramos a la literatura. Eso sí, siempre nos insistió en la necesidad de hacer orgánico el hábito de la lectura. En muchas ocasiones nuestro cuarto de dormir fue la biblioteca de la casa; los tres hijos dormíamos y despertábamos entre libros. De ahí que lo nuestro con la literatura y el arte de escribir fuera llegando poco a poco.
–¿Qué libros, autores y géneros prefería?
–Leía cuanto libro le pasaba por delante, hasta los diccionarios. Leía parado, sentado y acostado, en cualquier horario. A mí me parecía algo exagerado, pero después comprendí que la lectura resultaba para él algo vital, imprescindible; no podía vivir sin ella. Prefería los libros de poesía, las biografías y las novelas históricas. Entre los autores que más consultaba puedo mencionar a José Martí, Julián del Casal, Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, Rodolfo Díaz Moya, Juan Marinello, Regino E. Boti, Nicolás Guillén, Manuel Navarro Luna, Agustín Acosta, Vicente Espinel, Lope de Vega, Cervantes, Calderón de la Barca, Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti, César Vallejo, Pablo Neruda y Jorge Luis Borges.
–¿Cómo le gustaba pasar el tiempo libre?
–Nunca fue un hombre que tuviera tiempo libre. A toda hora estaba lleno de compromisos. Sacaba espacios para compartir con sus hijos y nietos. A veces inventaba juegos que tuvieran el pensamiento y la agilidad mental como ingredientes principales. Creaba obras de teatro en las que nosotros nos convertíamos en los protagonistas. Siempre le tenía un tiempo reservado a sus amigos, hermanos, sobrinos y al punto cubano, que fue una de sus grandes pasiones. Había que verlo en la playa, dándoselas de gran nadador. ¡Un desastre! Esas cosas nos provocaban a todos una alegría familiar desbordada. Y cuando le daba por escuchar música instrumental, no tenía fin, entre otras cosas, porque repetía los mismos discos sin parar: Lecuona y Beethoven.
–¿Tenía alguna rutina para los momentos de inspiración?
–La poesía podía escribirla en cualquier lugar de la casa. Pero antes de escribirla podía pasarse horas pensando y repensando los versos. Verlo crear poesía era tener el privilegio de imaginarse el acto de creación de algún clásico del Siglo de Oro español. Claro, todo era distinto si se trataba de un ensayo o un artículo de fondo. Para esos trabajos prefería las mañanas y el total aislamiento que le proporcionaba su biblioteca.
–¿Cómo cambió su proceso creativo cuando fue perdiendo la visión?
–La pérdida de la visión fue un durísimo golpe que la vida le dio. Su mayor realización como hombre y artista era precisamente leer y escribir. Pero su capacidad de resurrección fue mayor que la propia ceguera. Su espíritu creador, lejos de mutilarse, se multiplicó por mil. Solo hay que leer su libro de poemas Con tus ojos míos, para comprenderlo en su justa medida. Absolutamente todos nos volcamos en su ayuda, muy especialmente mi madre, una mujer fuera de serie, algo así como la imagen viva de la poesía o de una santa cubana que, pudiendo estar en Roma repleta de flores, prefirió ser la esposa de un poeta llamado Jesús Orta Ruiz.
Eran el uno para el otro. A veces pienso que estaban predestinados por la acción cómplice de alguna gracia divina. La relación que ellos tuvieron es la que cualquier matrimonio de esta época quisiera: amor sin límites, pasión, ternura, comprensión, entrega, respeto, admiración y voluntad de construir y mantener unida a la familia por encima de cualquier obstáculo. Estuvieron juntos más de 60 años y nunca dejaron de acariciarse las manos. Ellos dos hicieron realidad lo que alguien llamó «la eternidad del amor». Puede afirmarse que murieron amándose. Estoy seguro de que todavía hoy, aunque sea más allá de las estrellas, continúan amándose como el primer día.
–De todos los poemas que escribió, ¿cuál cree que haya sido su favorito?
–Tal vez sentía cierta preferencia por los poemas A mi padre, La fuga del ángel, La marcha triunfal del Ejército Rebelde, Elegía de los zapaticos blancos, Soneto x y Madrigal de la neblina.
–Y usted, ¿cuál prefiere?
–Mi preferencia no son poemas aislados, sino libros enteros: Estampas y elegías (1955), El pulso del tiempo (1966), Entre y perdone usted (1973), Una parte consciente del crepúsculo (1979), Entre el reloj y los espejos (1990) y Con tus ojos míos (1994).
–¿Cuál consejo que le dijera su padre tiene más presente en su día a día?
–El mejor consejo que le dejó a sus tres hijos aparece escrito en un poema: La vida nos da una piedra tosca / cuando entramos / en su taller difícil. / Hay que tomar cinceles / y cincelar sin tregua / hasta dar al pedrusco / la forma artística, perfecta. / Sucede que no siempre el escultor / logra el milagro, / pero es bastante gloria que la muerte / lo encuentre cincelando, / cincelando.
Partió el poeta hace casi 20 años, dejando tras de sí el vacío que dejan los grandes, repleto de retoños para que los que vengan después puedan disfrutar. Cualquier fecha es buena para recordar, pero es en su centenario cuando evocamos nuevamente al maestro. No podemos evitar preguntarle lo que él mismo inquiriese en vida: ¿Adónde fuiste, ángel mío, / en la última travesura?. (Tomado del diario Granma)