Graziella Pogolotti
por Graziella Pogolotti
Al producirse la independencia de las entonces llamadas trece colonias, emergía un país: Estados Unidos de América, que se volcaría de inmediato a una ininterrumpida extensión territorial. Por distintas vías incorporó la Florida y la Luisiana, se apoderó de una rica e inmensa parte de México, a todo lo cual se añadió la fiebre del oro, que alentó la marcha hacia el oeste y el arrasamiento de las comunidades indígenas.
El mito de Búffalo Bill sirvió de base para la conformación de un imaginario colectivo que elevaba a la categoría de héroe a los conquistadores de nuevo cuño. Con esas premisas, podían fijar la mirada hacia el sur y formular la Doctrina Monroe, punto de partida de un poder hegemónico que habría de desplazar a los antiguos imperios coloniales.
Desde el principio Cuba fue fruto codiciado, teniendo en cuenta razones geopolíticas, dada la situación de la isla en la boca del Golfo de México. Se convertía en verdadero antemural de las Indias Occidentales, según la calificación pomposa del historiador criollo Arrate.
Así lo habían comprendido los británicos cuando invirtieron importantes recursos para tomar La Habana en el siglo XVIII. El valor de la isla en este sentido se acrecentó con la construcción del canal de Panamá. La posición de Cuba resultaría clave, no solo para el cruce del Atlántico, sino para la apertura hacia el Pacífico. Habría que acotar al respecto que la empresa pudo concluirse gracias al descubrimiento de Carlos J. Finlay, puesto que la demora en los trabajos se debió, en buena medida, a la altísima letalidad producida por la fiebre amarilla.
Al factor geopolítico se añadían las nada despreciables ventajas económicas que ofrecía Cuba. Su comercio con Estados Unidos había crecido notablemente a lo largo del siglo XIX. Al concluir la guerra, la destrucción producida por la contienda ofrecía a los inversionistas la perspectiva de rápidas y sustanciosas ganancias.
En estas circunstancias, como lo había hecho en la América Central y en Colombia, podía desembarcar alegremente, entre otros, la United Fruit Company. Al término de la guerra hispano-cubano-norteamericana, con la firma del Tratado de Paz, el vecino del norte adquiría los remanentes del antiguo imperio español: Filipinas, Puerto Rico y Cuba. Cada uno de esos territorios recibiría un tratamiento diferente. En el caso de nuestro país, no podían desconocer el peso político que representaba el desarrollo de una conciencia nacional forjada en el campo de las ideas y en una prolongadísima lucha armada. Había que estrenar una nueva forma de dominación.
Tendríamos bandera, Presidente de la República, poder legislativo y judicial. Pero la aparente independencia sería aherrojada por la Enmienda Platt —reconocimiento legal del injerencismo— y por el Tratado de Reciprocidad, clave para imponer la dependencia económica. Para neutralizar cualquier intento de insurgencia, se había disuelto el Ejército Libertador.
En el amanecer de la República, la euforia producida al contemplar el despliegue de la bandera nacional en los espacios públicos estuvo acompañada de un sentimiento de frustración. La Política Cómica, periódico de amplia circulación en esos años, reflejó con el Liborio diseñado por Torriente la imagen simbólica del pueblo cubano. Era la triste figura de un campesino de edad madura vencido por la impotencia.
El estallido de la Primera Guerra Mundial dio lugar a una ilusoria etapa de bonanza. Fueron los años de las «vacas gordas». Sin embargo, poco tiempo después llegaría la dramática etapa de las «vacas flacas», cuando los astronómicos precios que había alcanzado el azúcar se desplomaron con rapidez vertiginosa.
De ese pasajero esplendor quedaron huellas en los hermosos palacetes del Vedado. Pero la banca cubana quebró y con ello se hundieron los ahorros penosamente acumulados por algunos millares de cubanos. Por otra parte, los partidos políticos tradicionales habían perdido toda credibilidad al ritmo de La Chambelona y regidos por «tiburones» que aprendieron a bañarse y salpicar un poco a su clientela.
En un brevísimo lapso los distintos sectores se organizaron para canalizar sus reivindicaciones fundamentales. Apareció la Confederación Nacional Obrera de Cuba, heterogénea en sus componentes ideológicos, con ideas procedentes de la tradición anarquista y, en medida creciente, con la presencia de un pensamiento de raigambre socialista.
El movimiento feminista procedía de diferentes fuentes. La mujer aspiraba a alcanzar su emancipación mediante el acceso al mundo laboral, el derecho al voto y la posibilidad de disponer de su propio cuerpo. A través de ese batallar, logró una temprana aprobación de la Ley del divorcio y, en muchos casos, se proyectó hacia la participación activa en la política nacional.
En esos años decisivos nació el primer Partido Comunista cubano. Se fundaba la ahora centenaria FEU, que articulaba los reclamos específicos de nuestro dramático contexto nacional con el programa radical forjado en 1918 por la insurgencia estudiantil en la ciudad argentina de Córdoba. Se planteaba la modificación de los planes de estudio obsoletos y la necesidad de poner la Universidad al servicio de la sociedad.
A pesar de la promisoria arrancada inicial impulsada por Julio Antonio Mella, la Reforma Universitaria tendría que esperar por el triunfo de la Revolución. En la Isla, los acontecimientos se precipitaban. Junto con la irreversible crisis económica derivada de la profunda deformación estructural, Gerardo Machado, después de haber prometido «agua, caminos y escuelas», implantaba una férrea dictadura para asegurarse en el poder.
En el enfrentamiento a la tiranía, los estudiantes entregaron su ofrenda de mártires y desempeñaron un papel de indiscutible importancia, a la vez que Machado garantizaba al vecino del norte que tendríamos paz y la consiguiente seguridad para los intereses norteamericanos.
La violencia represiva no pudo impedir que el enfrentamiento al régimen se extendiera a sectores más amplios de la población. En medio del combate, unos y otros formulaban programas con vistas a un mañana mejor. El 12 de agosto de 1933 se producía la caída del tirano, derrotado por la insurgencia popular a través de una huelga general.
Eran los tiempos del New Deal —nuevo trato hacia la América Latina— implementado por el presidente Franklin Delano Roosevelt. Sin embargo, el imperio no podía permitir que la neocolonia se escapara de las manos.
La intervención de la Compañía Cubana de Electricidad por iniciativa de Antonio Guiteras en el Gobierno de los Cien Días, presidido por Ramón Grau San Martín, era señal evidente de que no se había contenido el proceso de radicalización de la sociedad cubana. Caffery tomó el relevo de Summer Wells. En esas circunstancias, había que apelar al «hombre fuerte». Lo encontraron. Era Fulgencio Batista, sargento taquígrafo devenido coronel. La sangre seguiría corriendo. Antonio Guiteras fue asesinado el 8 de mayo de 1935.
Conscientes de la gravedad de la situación, los norteamericanos hicieron algunas concesiones. Por ser ya entonces innecesaria, la Enmienda Platt fue abrogada en 1934 y se sentaron las bases para establecer la democracia burguesa. Se aprobó la Constitución del 40. Pero la economía afrontaba una crisis irreversible.
El presidente Carlos Prío Socarrás solicitó a la Comisión Truslow un análisis del problema. El resultado fue desolador, como consecuencia de las deformaciones estructurales introducidas por el monocultivo y el monomercado. Con los almacenes repletos de azúcar invendible, habría que restringir el volumen de la zafra de ese año, lo que provocaría una marejada huelguística. El 10 de marzo de 1952, en vísperas de las elecciones, regresó el «hombre fuerte». Fulgencio Batista entró en el campamento de Columbia y tomó el poder. Pero la conciencia nacional había madurado. La estrategia elaborada por Fidel condujo al derrocamiento del régimen y a la ruptura de los ligámenes que ataron la República neocolonial. (Tomado de JR)