Por Martín Corona Jerez
El 5 de febrero de 1871, en proclama a sus conciudadanos, el presidente de la República de Cuba en Armas, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, afirmaba que “el patriotismo y la unión son nuestros baluartes y bajo su amparo seremos invencibles.”
El líder iniciador de la primera guerra cubana por la independencia y contra la esclavitud, mostraba una vez más su capacidad para leer en el corazón de los pueblos y de la historia, y para encontrar la salida más ética y revolucionaria de cada momento.
La visión del héroe había alcanzado estatura universal, y la historia le daría la razón, cuando regionalismos y ambiciones personales llevaron al fracaso la llamada Guerra Grande (1868-1878).
Esos mismos males debilitaron la contundencia de la mayor hazaña guerrera de los cubanos, la invasión de Oriente a Occidente (1895-1896), y le restaron velocidad a la victoria definitiva de los independentistas.
Amagos regionalistas, fraccionalistas y personalistas no han faltado en las gestas de la Isla en el siglo XX, incluidas la denominada Revolución del 30, la Guerra de Liberación Nacional (1956-1958) y las décadas posteriores.
Ahora mismo, cuando se conforma un nuevo contexto de relaciones internacionales para la patria de Céspedes, las palabras del Iniciador recobran vigencia; sobre todo porque las debilidades de los cubanos han resultado siempre las oportunidades para sus enemigos.
El prócer comprendió temprano las intenciones de los gobernantes de Estados Unidos, enemigos fuertes, permanentes y contumaces de la soberanía del pueblo antillano.
En 1870 escribió: "En mi concepto su gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación y entretanto que no salga del dominio de España siquiera sea para constituirse en poder independiente".
Nacido y formado en Bayamo, el abogado, terrateniente, poeta, actor de teatro, promotor cultural, periodista, narrador, ajedrecista, cazador, traductor, pleitista y líder político, sería, sin dudas, la figura cimera de su generación.
Esa generación, integrada por criollos pudientes que sacrificarían riquezas, vidas y familias enteras por la libertad, cumplió la singular misión de fundar un pueblo, una cultura, una nacionalidad, un linaje.
Lo hizo consciente y decidida, con muchos errores y muchísimas virtudes.
El 10 de octubre de 1868, en el manifiesto leído ante los iniciadores de la contienda, dejaba constancia de su profunda cultura política, brillantez en el verbo, visión revolucionaria, y la sensatez que reclama cada momento, al proclamar:
“Nosotros creemos que todos los hombres son iguales, amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias.”
Así nació Cuba; así se hizo patria, nación y nacionalidad, y como se abrazó desde entonces con el sagrado espíritu del altruismo, la revolución social y el humanismo, continúa erguida y esperanzada.
Su camino está fertilizado por las ideas y sacrificios de millones de hombres y mujeres, inspirados en el ejemplo inapagable de Carlos Manuel, aquel fundador que el 27 de febrero de 1874 cumplió el compromiso de morir antes que rendirse.
San Lorenzo, un paraje perdido en la Sierra Maestra, fue el escenario de su último acto, en el cual el primero de los cubanos, solo y casi ciego, enfrentó a una tropa española.
Son evidentes y repugnan el crimen político, el golpe de estado y la falta de humanidad, inexplicables entre compañeros de una gesta patriótica, y alimentados en el regionalismo y las bajezas humanas.
Pero, por encima de ellos, y para todos los tiempos, el sol de San Lorenzo alumbra a Cuba, con la certeza de que “el patriotismo y la unión son nuestros baluartes y bajo su amparo seremos invencibles.”
(Tomado de la ACN)