Editado por Jessica Arroyo Malvarez
2017-11-29 07:09:41
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La primera vez que lo vi, según recuerdo, era muy pequeña y mi padre me llamó la atención, pues “cuando Fidel hablaba, todos debíamos hacer silencio y escucharlo atentamente”.
Esta fue una de las lecciones que me marcaron para toda la vida, tal vez porque gracias a ello comencé a idolatrar al hombre de barba blanca, siempre vestido de verde olivo y botas altas.
“Ese es también tu padre”, me dijo el mío en aquel entonces, convicción que no supe comprender pero la acepté con naturalidad.
Y es que los niños de mi generación crecimos oyéndolo, mirando su imagen en el televisor como algo sagrado, ávidos de saber acerca de ese hombre, de conocer su vida.
A lo largo de los años no hice otra cosa que admirarlo aún más, que asombrarme por su palabra precisa, sus acciones certeras y esa voluntad y fuerza indestructibles que lo acompañaron.
Quizás de ahí que lo hayamos querido -¡y sigamos queriéndolo!- tanto, porque su valor radica en su inmensa grandeza siendo solo un mortal, con el espíritu de la verdad, de haber puesto su vida al
servicio del pueblo.
La historia y él constituyen un binomio indisoluble y resulta imposible pronunciar su nombre sin que venga acompañado de Cuba; y hoy me gusta pensarlo como quien no temió a la palabra comunismo.
En estos días las redes sociales se inundan de su imagen, de ese Fidel sonriente, conversador, rodeado siempre de pueblo…
Sus gestos me vienen a la mente y recuerdo entonces cómo leí sus Reflexiones, cómo sufrí con su enfermedad, y cómo lloramos cuando se nos fue.
¡Yo soy Fidel! se hace vigente hoy más que nunca, y viene para validar la esperanza, la lucha, la continuidad de la Revolución, del socialismo, de quienes creen que las ideas no se callan y significan
más que un eslogan, pues son causa, motivo y razones para izar banderas a favor del porvenir, de un futuro muchísimo mejor.
En mi memoria se agolpan recuerdos de hace exactamente un año atrás y es inevitable humedecer estas líneas, de cómo pedimos en ese entonces que su ida no fuera cierta, porque se nos iba ese líder,
padre, amigo y revolucionario incansable.
La mejor manera de honrarlo es hacerlo diariamente, en la cotidianidad, es pensar que la lucha continúa y que este pueblo patriótico debe seguir siendo faro de altruismo, antimperialismo,
igualdad y compromiso.
A Fidel se le lleva en el alma, y por eso más que nunca, al pensar en él, llegan a mí las palabras del viejo Raúl Roa, quien al escuchar hablar a Mella por primera vez, sintió “que el corazón le latía al
lado izquierdo del pecho”. Así vivimos y sentimos al líder eterno de la Revolución cubana, y no podría ser de otro modo, porque la tierra y el cielo llevan su nombre.
Las flores tienen el rocío de su recuerdo y allá, en el cementerio Santa Ifigenia, de Santiago de Cuba, donde reposan sus restos, como en toda Cuba, se respira con solemnidad, respeto y cariño a Fidel, hombre que aunque nada tiene de mitológico, sí fue y es el Prometeo de esta Isla, porque gracias a él y a otros tantos, hoy nada tiene de pequeña.