Por: Ángel Marqués
26 de julio de 2019: fallece en La Habana el cardenal Jaime Lucas Ortega Alamino. Ofrendas florales del líder del Partido Comunista, Raúl Castro, y del presidente de la República, Miguel Díaz-Canel, acompañaron los restos del sacerdote en la barroca Catedral de La Habana. Tenía ochenta y dos años.
“Yo era la carta”, dijo el cardenal Jaime Ortega sobre su papel en las negociaciones secretas entre Estados Unidos y Cuba que permitieron el restablecimiento de las relaciones entre ambos países en diciembre de 2014, luego de más de medio siglo de acoso feroz de Washington, sin éxitos estratégicos, contra la isla rebelde y socialista.
La frase, “Yo era la carta”, para nada metafórica, describía la encomienda entregada al prelado cubano por el papa Francisco: poner personalmente en las manos de los presidentes de Cuba, Raúl Castro, y de Estados Unidos, Barak Obama, sendas misivas en las que el Santo Padre invitaba al diálogo y la reconciliación a los dos mandatarios. Pero no era un mensaje a secas. El portador tenía que transmitir, en direcciones cruzadas, la voluntad verbal de ambos líderes de emprender un proceso de negociaciones. Al final, Ortega recibió el apelativo de El cardenal del deshielo.
Sin dudas, alta política, el culmen de una carrera eclesial que padeció no pocas zozobras, desde su inicio en 1964. Mas NO hay que quedarse solo con la anécdota, que puede leerse, con la emoción de toda intríngulis política de alto voltaje, en el libro Encuentro, diálogo y acuerdo. El Papa Francisco, Cuba y Estados Unidos, relatado al dedillo por el protagonista de tales contactos en Washington y La Habana.
A lo largo de años, Ortega supo ganarse un estatus de estadista. No solo ante los ojos del Estado cubano, sino dentro del propio clero y la feligresía de una iglesia que vino junto a la conquista colonial española, con espada, arcabuz y crucifijo, lo que para muchos fue su pecado original. Siglos después, la matriz histórica de ese avatar la llevó al enfrentamiento con el poder revolucionario hasta bien entrados los años setenta del pasado siglo.
Aún en momentos de tirantez entre la iglesia y el Estado, en los duros años de la crisis de los noventa- les remito a la carta pastoral El amor todo lo espera, de 1993, - Jaime Ortega no cedió a la tentación de unos o al interés de otros de convertir a la institución religiosa- un poder espiritual milenarista- en un actor fáctico de competencia política, tal vez en una imitación a la polaca, cuando casi nadie apostaba por la sobrevida del proyecto socialista en la isla luego del colapso soviético.
La construcción de una iglesia acompañante y actuante en una sociedad socialista, con carencias, tensiones y bloqueada desde el exterior, por décadas instruida en el ateísmo y la ideología marxista-leninista, con directivas de marginación hacia todo tipo de creyentes, puso a prueba el talante pastoral y el tacto político del sacerdote, nacido en el poblado de Jagüey Grande, occidente de Cuba, el 18 de octubre de 1936 y ordenado sacerdote el 2 de agosto de 1964; arzobispo el 14 de junio de 1979, y finalmente elevado a cardenal el 26 de noviembre de 1994.
Ortega fue uno de los artífices de abrir la puerta de colaboración y entendimiento con las autoridades, un año después de publicarse Fidel y la religión, la reveladora entrevista del teólogo brasileño Frey Betto en la que el líder de la revolución reitera la convergencia moral y programática entre cristianos y marxistas.
Estamos en 1986. Tiene lugar el ENEC, siglas del Encuentro Nacional Eclesial Cubano, en el que la Iglesia Católica diseñó su doctrina social tomando como bazas los paradigmas éticos del presbítero Félix Varela y del prócer independentista José Martí. En su declaración final, el cónclave reconoció que y cito: “La sociedad socialista nos ha enseñado a dar por justicia lo que antes se daba por caridad”.
Durante su época como arzobispo de La Habana, -más de tres décadas- el cardenal Ortega también fue el encargado de organizar tres visitas papales a Cuba, algo insólito para país alguno en menos de veinte años. La de Juan Pablo II en 1998, ya con un Estado constitucionalmente laico y en plena efervescencia religiosa de la sociedad, la de Benedicto XVI en 2012 y la de Francisco en 2015.
Igualmente, fue el impulsor de una versión del catecismo cubano más sencilla y asequible, creó nuevas diócesis y parroquias al frente de las cuales colocó a sacerdotes jóvenes y reconstruyó decenas de templos, casas parroquiales y centros de asistencia.
Asimismo, su actitud dialogante permitió la procesión por ciudades de todo el país de la patrona de Cuba, la Virgen de la Caridad del Cobre, en el año del jubileo mariano por los cuatro siglos de su hallazgo en la bahía de Nipe, costa nororiental de la isla.
Obra de Ortega es también Cáritas Habana, creada en 1991 y que antecedió a Cáritas Cuba, la mayor ONG en la isla que reparte a diario medicinas, alimentos y otros tipos de ayuda. Destaca su crucial aporte en la creación de las publicaciones sociorreligiosas “Palabra Nueva” y “Espacio Laical”, que aportan a la cultura del debate desde una diversidad ideológica y propositiva.
En 2010, en las afueras de la capital, el purpurado inauguró una nueva sede para el Seminario San Carlos y San Ambrosio, reconvirtiendo la imponente institución religiosa y académica del período colonial en el Centro Cultural Félix Varela, donde finalmente residió los postreros años de su vida.
Su última gran aparición en la escena nacional tuvo lugar en febrero de 2016, durante el encuentro en La Habana, después de casi mil años de divorcio cismático, de los máximos líderes de la iglesia romana y ortodoxa rusa, el papa Francisco y el patriarca de Moscú y de toda Rusia, Kiril, respectivamente.
Tras la jubilación en abril de 2016 de Jaime Ortega, quien también ofreció sus oficios de mediador en la excarcelación en 2011 de varias decenas de opositores sufragados por Washington, el santo padre nombró como arzobispo de la Arquidiócesis de San Cristóbal de la Habana a Juan de la Caridad García Rodríguez, hasta entonces arzobispo de Camagüey, ciudad del centroeste cubano donde nació en 1948.
Discreto en sus maneras, usuario de la bicicleta cuando faltó el transporte en tiempos más apremiantes que los actuales, y entregado con pasión a su ministerio pastoral entre las personas más humildes y necesitadas, García Rodríguez es miembro del primer grupo de sacerdotes educados enteramente en Cuba y fue ordenado en 1972.
Su lema de episcopado resume su singladura espiritual: “Ve y anuncia el evangelio”.
Entre 2006 y 2010 presidió la Conferencia Episcopal de Cuba. En 2007, el Vaticano lo nombró miembro del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz y en 2017 participó en la sesión del Sínodo de la Familia en la Santa Sede.
El 5 de octubre de 2019, el Papa Francisco lo elevó a cardenal en una ceremonia celebrada en la Basílica de San Pedro. Su nombramiento puede percibirse como la voluntad vaticana de mantener su influencia en futuros diálogos con el gobierno cubano y seguir, a través de un representante de tal jerarquía, la evolución, ahora arruinada por Trump, de las relaciones entre La Habana y Washington.
Relaciones que fructificaron hace cinco años gracias también a uno de sus más discretos actores: el cardenal Jaime Lucas Ortega Alamino.
Para mí- recordará en el ocaso de su existencia- ese fue uno de los grandes momentos de mi vida sacerdotal; porque pude constatar privilegiadamente que siempre es posible el acercamiento y el diálogo, y era eso lo que mi fe cristiana me había inspirado siempre en mi ministerio como Pastor.