Cocina cubana: patrimonio con delantal

Édité par Maite González Martínez
2017-06-13 08:51:54

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Por:  Vladia Rubio / CubaSí

Mucho de historia, anécdotas, de felicidades y sinsabores, se sofríen lentamente en la cocina cubana, patrimonio inmaterial del mundo.

Aseguran que los mejores cocineros son hombres; de hecho, las nóminas de las distintas asociaciones de chefs internacionales y nacionales así lo ratifican.

Pero, al menos en Cuba, las mujeres somos, por una larga, injusta y pesada herencia, las protagonistas de la cocina.

Por eso, cuando el pasado abril saltó a los titulares la noticia de que la cocina cubana quedaba declarada Patrimonio Inmaterial del Mundo, pensé en tanta cubana anónima que cada día garantiza la alimentación de los suyos en casa.

Ese reconocimiento es también de ellas, «por haber salvaguardado la identidad y continuidad de una gastronomía con profundas raíces nacionales y contribuido a promover el respeto a la diversidad cultural y creatividad humana», como indicaba la Asociación Mundial de Sociedades de Chefs (WorldChefs).

No hablo de platos sofisticados, con complejas elaboraciones, porque no es eso precisamente lo que cotidianamente vemos los cubanos en nuestra mesa, sino de ese trabajoso día a día en el que sí, con mucha creatividad, compromiso y amor, nos enfrentamos a las cazuelas y al fogón, al viandero y a la placita.

Tiene mucha razón la WorldChefs cuando, además de creatividad, habla también de apego a las raíces. Porque en esos dulces caseros, por ejemplo, en ese arroz con leche, en la natilla… alientan junto al perfume de la vainilla, la canela y el limón, los saberes de bisabuelas, tatarabuelas y más.

No olvidar la natilla de Augusta, la abuela de Cemí, inmortalizada por Lezama en Paradiso: «Hoy tengo ganas de hacer una natilla, no como las que se comen hoy, que parecen de fonda, sino las que tienen algo de flan, algo de pudín. Entonces la casa entera se ponía a disposición de la anciana (…). Preguntaba qué barco había traído la canela, la suspendía largo tiempo delante de su nariz, recorría con la yema de los dedos su superficie, como quien comprueba la antigüedad de un pergamino, no por la fecha de la obra que ocultaba, sino por su anchura, por los atrevimientos del diente de jabalí que había laminado aquella superficie. Con la vainilla se demoraba aún más, no la abría directamente en el frasco, sino la dejaba gotear en su pañuelo, y después, por ciclos irreversibles de tiempo que ella medía, iba oliendo de nuevo, hasta que los envíos de aquella esencia mareante se fueran extinguiendo, y era entonces cuando dictaminaba sobre si era una esencia sabia, que podía participar en la mezcla de un dulce de su elaboración, o tiraba el frasquito abierto entre la yerba del jardín, declarándolo tosco e inservible.

«Después se sometía la suma de tantas delicias al fuego, viendo la señora Augusta cómo comenzaba a hervir, cómo se iba empastando hasta formar las piezas amarillas de cerámica, que se servían en platos de un fondo rojo, oscuro, rojo surgido de noche. La Abuela pasaba entonces de sus nerviosas órdenes a una indiferencia inalterable. No valían elogios, hipérboles, palmadas de cariño apetitosas, frecuencias pedigüeñas en la reiteración de la dulzura, ya nada parecía importarle y volvía a hablar con su hija».

Nuestra cocina cubana, parte de nuestra identidad y de nuestras artes, ancla sus inicios quizás en aquellos aborígenes con que se tropezó Colón al desembarcar en estas costas.

Ellos no cultivaban la sabiduría de otras culturas primigenias como los mayas o aztecas, y se concretaban a cocer de modo elemental —sobre todo en púa— lo que cazaban y recolectaban, a preparar el conocido casabe que aún hoy se consume.

No obstante, les revelaron a los españoles la existencia de la yuca, el maní, el maíz, el boniato, la calabaza, el mamey, la piña, la guanábana… Eso, sin hablar del ajiaco, que «fue el guiso típico de los indios», al decir de los chefs cubanos Eddy Fernández Montes y Santiago Gutiérrez, en su libro El sabor de la cocina cubana, de reciente edición.

Aun cuando la dieta de nuestros aborígenes no era para nada pobre, vale reconocer que los españoles la enriquecieron sustancialmente con la introducción de las carnes saladas, frijoles, huevos, arroz, harina de trigo, aceite de oliva, vino, especias, condimentos, azúcar y otros.

Y a esta olla agregó su contribución la tierra africana. Los autores citados mencionan, entre estos aportes, al calalú, «especie de guiso espeso, parecido al ajiaco, cuyos ingredientes principales son las hojas de malanga, vegetales, viandas, carne de cerdo, carnes saladas, hierba mora, etc.».

A los esclavos africanos también debemos, entre muchos aportes, la carne confí, la frita conservada en manteca, así como el uso del quimbombó, el ñame con mojo, el chilindrón de chivo y el muy famoso congrí.

Sobre este plato en especial, el folclorista oriental Ramón Martínez apuntó: «Ha mucho tiempo, un negro de nación, quiso condimentar una comida muy de carrera y sin condimentos; echó a hervir el arroz y los frijoles juntos y casi se cocinaron al mismo tiempo, porque los frijoles eran frescos. Más tarde cocinó los granos con más cuidado y primero ablandó los frijoles y más tarde echó, en la misma cazuela, el arroz, y cuando este hubo reventado, le sacó un poco de agua y todo lo dejó secar a fuego lento, y así quedó hecho lo que hoy es nuestro plato favorito (...) En la década de 1868-1878 algunos chuscos, en vez de decir un plato de congrí, decían un plato de voluntarios y bomberos, aludiendo a que los voluntarios eran blancos y los bomberos todos eran negros y usaban cuellos y bocamangas rojos».

Como los esclavos eran cocineros de los amos blancos, la impronta traída de su tierra rápidamente se incorporó a la mesa cubana junto a la influencia peninsular.

Y para completar el ajiaco, tan bien descrito por Don Fernando Ortiz al hablar de nuestra cultura,  a la mitad del siglo XIX se añade al caldero lo llegado a esta ínsula junto con los chinos inmigrantes que aquí venían buscando trabajo.

Fueron sobre todo los vendedores ambulantes cantoneses quienes, con sus pregones, dieron popularidad a hortalizas como la coliflor, las habichuelas, el apio, el nabo.

Junto con estos chinos, y aun antes, habían arribado a la mayor de las Antillas emigrados franceses que huían de la revolución haitiana. También arribaron desde Louisiana.

Tanto se hicieron espacio las costumbres culinarias francesas, que la condesa de Merlín recoge en su texto Viaje a La Habana: «…la cocina criolla y la cocina francesa rivalizan a cada paso, los platos son cada cual más delicado y la comida se sirve bajo una tienda en medio del jardín…».

Fue sobre todo en la repostería, cremas, salsas y arroces especiales, donde los galos dejaron aquí su impronta culinaria. Que igual se fusionó con la aportada por la cultura árabe con sus lentejas, judías y garbanzos; su zanahoria, rábano, tamarindo…; y también con la mexicana, norteamericana e italiana.

Los chefs Fernández y Gutiérrez afirman, en el libro que ha servido de fuente a estas líneas, que entre los aspectos técnicos que caracterizan a la cocina cubana se apuntan los tipos de cortes más frecuentes; las materias primas, especias y condimentos que más se usan; los acompañamientos para las carnes; los métodos de cocción y el balance nutricional de los menús.

También constituye un sello de nuestra cocina, afirman estos entendidos, el arroz que acompaña todas nuestras comidas, la elaboración de caldos, sopas, cremas y potajes, la cantidad de alimentos fritos y la variedad de guisados y en salsa de tomate.

Mencionan más, muchos más rasgos distintivos; y las cubanas —también algunos cubanos— que no poseen preparación profesional culinaria, y menos la condición de chefs, pero que «se baten» a diario con la preparación de almuerzos y comidas, podrían identificarlos de inmediato.

También podrían sumar a la lista su inventiva rayana en magia cuando el asunto es alimentar a la familia, sobre todo considerando el viejo y certero refrán de que el amor entra por la cocina.



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