Por: Guillermo Alvarado
En comentario dedicado al caso Skripal, donde las potencias occidentales aplicaron medidas contra Rusia sin presentar evidencias, señalaba cómo en los últimos tiempos ocurre con frecuencia que principios de justicia son suplantados por la fuerza de poderes mediáticos, políticos y económicos que actúan con una impunidad brutal.
Tal es el caso del proceso seguido contra el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, que cumplió su segunda noche en prisión de una condena de 12 años por delitos que no han sido probados y con el único y confeso objetivo de impedirle participar en las elecciones presidenciales de octubre de 2018, para las cuales figura como favorito en los sondeos de intención de voto.
El juez Sergio Moro, figura clave en la persecución contra el fundador del Partido de Los Trabajadores, PT, lo acusa de haber recibido un apartamento de una empresa constructora como soborno, pero hasta el momento no ha presentado un solo documento que pruebe este delito.
Según el magistrado, sustenta su caso en la “convicción” de que Lula es culpable, cosa curiosa viniendo de un hombre de leyes, que debe saber muy bien que la justicia se basa en pruebas objetivas, no en criterios subjetivos.
Moro, y toda la estructura reaccionaria que lo apoya, mandó a paseo el principio elemental de la presunción de inocencia y logró una condena de cárcel por un caso aún no juzgado definitivamente, lo que pervierte el sentido de la justicia.
De acuerdo con un artículo de la periodista argentina Stela Calloni, publicado en el diario La Jornada, Moro es uno de los tantos jueces latinoamericanos cooptados por Estados Unidos en el marco de un nuevo modelo judicial de “democracias de seguridad nacional”, que viene a sustituir a las dictadoras habituales del siglo pasado.
Este nuevo esquema, cuyo centro de formación está asentado en El Salvador, se agrega a una nueva estrategia militar, que consiste en la disgregación del Comando Sur mediante la instalación de bases y otros centros similares en varios países para controlar directamente lo que Washington considera su traspatio.
Según este marco, afirma Calloni, el expresidente Lula da Silva no es sólo un prisionero político de la distorsionada justicia brasileña, sino un rehén de la política hegemónica de Estados Unidos en nuestra región.
Esto viene a confirmar que el ensañamiento contra el hombre que más hizo por los pobres en el gigante sudamericano no es de ninguna manera un caso judicial, sino una acción política. Recordemos que en Brasil el estado de derecho voló en pedazos luego del golpe parlamentario contra Dilma Rousseff y junto con ello todos los principios de la misma democracia burguesa, incluida la dichosa separación de poderes que allí sirve para lo mismo que la clásica “carabina de Ambrosio”.
De que otra manera explicar que horas antes de que el Tribunal Supremo Federal se pronunciara sobre el recurso de hábeas corpus interpuesto por la defensa de Lula, el alto mando del ejército amenazara con un golpe de Estado, uno más en ese país.
A Lula da Silva jamás le han demostrado culpabilidad alguna, por lo tanto, prisionero o no, es inocente y ese es el reclamo en Brasil y en otras partes del mundo.