¡Asistiré!

Édité par Lorena Viñas Rodríguez
2019-08-16 08:36:15

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Nuevo Mundo, Madrid, 24 de junio de 1921.

Por: Ciro Bianchi Ross

La Habana, 16 ago (RHC) Cuando en Cuba se habla de cronistas sociales, los nombres que primero vienen a la mente son los de Enrique Fontanills y Pablo Álvarez de Cañas. Y fueron muchísimos los periodistas que aquí, hasta 1961, vivieron de ensalzar la vanidad ajena. Cada periódico tenía el suyo, pero los nombres de Fontanills y Álvarez de Cañas sobresalieron en sus épocas y sobreviven en el tiempo.

El primero fue un maestro en lo suyo. La crónica mundana, tal como la concibió, perduró en la Isla a despecho de aires renovadores. Creó un estilo cortado, donoso, nuevo, dúctil, que manejó con destreza y en el que los adjetivos equilibraban y ponderaban el alcance de las definiciones. Tuvo el acierto de encontrar la frase precisa, escribía, en 1935, el gran periodista cubano Arturo Alfonso Roselló.

Larga fue la trayectoria de Fontanills. Comenzó en El Liberal y trabajó, entre otras publicaciones, para La Discusión, La Lucha, El Fígaro y La Habana Literaria hasta atrincherarse a fines del siglo XIX en el Diario de la Marina. Se inició allí en la redacción de aquellas gacetillas en las que lo mismo se habla sobre un libro que de un laxante hasta que un buen día se alzó con la columna de la vida social. La tituló Habaneras e hizo célebre la expresión “asistiré”. Cuando calzaba con ella el anuncio de un espectáculo artístico movía hacia el evento la curiosidad del público y afinaba, acaso sin saberlo ni importarle, el gusto popular.

Un día, disgustado, se fue del periódico. Nicolás Rivero, el director-propietario, no demoró en buscarlo. Cuando retornó, Rivero escribió en una de sus Actualidades: “El Diario no puede estar sin Fontanills, ni Fontanills sin el Diario”. Falleció en 1933.

Como periodista el caso de Álvarez de Cañas es bien distinto. No escribía. Aunque debe haberlo hecho en los comienzos de su carrera, su esposa Dulce María Loynaz no recordaba haberlo visto escribir nunca una línea. No lo hacía, dice la Loynaz, porque consideraba que era ese un trabajo manual que otros podían realizar. “Lo que otros no podían hacer, era lo que él hacía, esto es, vertebrar las crónicas, enfocarlas en los aspectos más interesantes o convenientes, podar lo superfluo o, por el contrario, realzar lo que no tenía realce y convenía que lo tuviese…Tampoco permitía intervención ajena en su página, y solo rara vez oyó consejos: la crónica social constituía en el periódico un pequeño estado autónomo, donde de vez en cuando se podía tener voz, pero solo él podía tener voto”.

Era un hombre imprevisible y de éxito. Publicaba una columna diaria y no escribía. Era el propagandista principal de los tabacos cubanos y no fumaba. Emprendió una vez una gira publicitaria por Estados Unidos y no hablaba una gota de inglés. Pero su pequeño feudo, su estado autónomo de la crónica social lo respetaba en El País hasta el mismo propietario, el senador Alfredo Hornedo.

Cuando a este, pese a sus millones, le echaron bola negra por su ascendencia racial al presentarse como aspirante a socio del Habana Yacht Club, a donde Pablo sí pertenecía, decidió que ninguna información relativa a ese exclusivo centro apareciera en su diario.

Si yo fuera el dueño del periódico no obraría así, le dijo Álvarez de Cañas. Usted es un hombre demasiado importante, demasiado poderoso para considerarse ofendido por gente desocupada que no hace más que beber y tirar su dinero a las cartas. A Hornedo le gustó el halago y dijo que ser socio o no del Yacht Club en lo íntimo no le interesaba; solo quería que su esposa Blanquita, ya muy enferma, disfrutara de una buena playa. Esa playa usted puede fabricársela, repuso entonces el cronista. ¿Qué golpe de efecto para Cuba entera cuando en los periódicos aparezca este cintillo: “El conocido millonario don Alfredo Hornedo fabrica una playa para su mujer”? ¡Caramba!, comentó Hornedo dándose un golpe en la frente. ¿Cómo no se me había ocurrido? Y Pablo, que era un bicho, dijo a su vez: Pero si acaba de ocurrírsele, Senador, lo que pasa es que la ofuscación no le dejó poner en orden sus ideas.

Fin de la historia: Hornedo construyó la playa, con edifico social y todo, el Casino Deportivo, donde tampoco admitió a negros ni a mulatos.

Muchos recuerdan todavía una famosa errata de Fontanills. Escribió: La dueña de la casa, siempre tan bella y gentil, prodigó su celo entre los invitados… Y el linotipista escribió celo con “u”.

A Álvarez de Cañas le pasó algo peor: anunció un muerto que seguía vivo. Agonizaba un encumbrado personaje y el cronista, deseoso de ser el primero en dar a conocer la noticia de su fallecimiento, traía locos a los médicos que asistían al enfermo. No preguntes más, le dijo uno de ellos, no llega a la madrugada. Y Pablo, en efecto, no hizo más preguntas e insertó en su página el anuncio de la muerte del anciano. Cuando el periódico salió a la calle el finado todavía no lo era. ¡Horror! Estaba en juego no ya su puesto en El País sino el prestigio de toda una carrera. Menos de 24 horas después el supuesto difunto se resolvió a serlo de veras. Álvarez de Cañas respiró con alivio. Dijo a sus amigos: No me explico el porqué de tanto alboroto si el tipo iba a morirse de todas maneras. Yo, por mi parte, no hice más que asegurar el palo periodístico. (Fuente: Cubadebate)

Dulce María Loynaz junto a su esposo, periodista de origen canario, Pablo Álvarez de Cañas. Foto: Diario del Valle.

 



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