Onelio y Enrique. (Imagen cortesía de la familia)
Por: Pedro Martínez Pírez
Esa afirmación la hizo el inolvidable educador y poeta comunista Raúl Ferrer Pérez, y es uno de los epitafios que identifican la modesta tumba de mi padre, Enrique Martínez Pérez, en el Cementerio de la ciudad de Santa Clara.
Y como en estos días celebramos en Cuba el Día de los Padres, yo quiero recordar el mío, nacido en Sabanilla del Encomendador, en la provincia de Matanzas, el miércoles 19 de enero de 1898 y fallecido en Santa Clara, el jueves 15 de octubre de 1959, en la provincia de Las Villas, hoy Villa Clara.
Tengo muchos y muy gratos recuerdos de mi padre, “el Chaplin cubano”, como lo caracterizó el gran narrador Onelio Jorge Cardoso, otro de sus entrañables amigos.
Y es que mi padre fue también mi mejor amigo.
Nos educó a los cinco hermanos, hijos de Igna Pírez Capó, mi madre, mucho más joven que él, a quien había conocido en la norteña ciudad de Caibarién.
Y antes de que yo naciera en Santa Clara, el lunes 22 de febrero de 1937, mis padres dieron abrigo y refugio en su casa, situada entonces en la carretera que va desde Santa Clara hacia Camajuaní, Remedios y Caibarién, al líder antiimperialista Antonio Guiteras Holmes, quien fue el padrino de confirmación de mi hermana mayor, Igna Sofía, nacida el 17 de mayo de 1932.
A mi padre le debo haber conocido a Luis Carbonell en 1949, cuando yo tenía doce años de edad y estaba convaleciente de una grave fiebre tifoidea que me impidió disfrutar de una beca que había ganado al obtener el “Beso de la Patria” al finalizar la enseñanza primaria en la Escuela Pública Anexa a la Normal de Maestros de Santa Clara.
Recuerdo haber oído tocar el piano de mi madre, maravillosamente bien, al Acuarelista de la Poesía Antillana, Luis Carbonell, quien ese año, según me contó un tiempo después, estrenó en La Habana una estampa de la autoría de mi padre titulada “Carta Negra”, muy famosa en esa época.
Vivíamos entonces en un apartamento modesto, ubicado en la calle San Vicente esquina a Unión, en altos, porque mi padre había perdido cinco años antes su empleo como viajante de los Laboratorios Bosque de La Habana.
Y el piano comprado a mi madre por mis abuelos Ernesto y Pilar tuvo que ser “empeñado” para poder pagar el alquiler, en uno de los numerosos desahucios que sufrimos en aquellos tiempos difíciles en la ciudad de Santa Clara.
Recuerdo que mi hermana mayor, Igna Sofía, con solamente doce años de edad, comenzó a laborar como organista en la Iglesia del Carmen de Santa Clara, con el salario de diez pesos mensuales, y yo, a esa misma edad, lo hice como ayudante de un vendedor de agua. Me levantaba a las tres de la madrugada para ayudar a llenar en un pozo ubicado en la carretera de Camajuaní, los pomos y las botijas que el patrón, llamado Polo, vendía a diez centavos a varios de sus clientes villaclareños.
Mi salario de entonces eran veinte centavos al día, así como el almuerzo en la casa de Polo, hombre muy trabajador que no permitía que yo cargara, siendo un niño, los pomos de cristal, aunque sí las botijas de hojalata.
Mi padre conoció a Raúl Ferrer en su casa de Yaguajay, según me contó el gran educador en una entrevista que le hice en 1980, aunque yo había recibido antes a Raúl y a Gaspar Jorge García Galló en Santiago de Chile en 1963, cuando cumplía una misión diplomática en esa nación austral.
Con Raúl, Onelio y Luis Carbonell, tuve una íntima relación a lo largo de los años luego del fallecimiento de mi padre. Con Luis viajamos desde el puerto de Santiago de Cuba, en el barco “Vietnam Heroico” a los Juegos Panamericanos celebrados en San Juan, Puerto Rico, en julio de 1979.
A Onelio lo entrevisté en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en la década de los ochenta del pasado siglo, cuando preparaba un programa radial dedicado a mi padre, y cuando cumplía una misión internacionalista en Angola, y supe del fallecimiento de Onelio en La Habana el 29 de mayo de 1986, reporté desde Luanda, su fallecimiento, mediante una crónica que fue difundida por Radio Rebelde y Radio Habana Cuba.
Mi padre fue también un entrañable amigo del declamador villaclareño Severo Bernal, gran admirador de Luis Carbonell, y el único que recitaba su poema “Negro en Trance”, dedicado al poeta Manuel Navarro Luna, en el cual mi padre evoca la gesta y el sufrimiento por la discriminación racial del combatiente negro Quintín Bandera, uno de los héroes de la primera independencia de Cuba, que fue frustrada por la intervención oportunista de Estados Unidos.
De mi padre aprendí muchas cosas, en primer lugar a no discriminar al negro por el color de su piel, tampoco a los homosexuales, y a no confiar en los políticos de la época anterior al triunfo de la Revolución, aunque a pesar de su delicado estado de salud en 1958 tenía esperanzas en los guerrilleros que encabezados por Fidel Castro, luchaban contra la tiranía batistiana en la Sierra Maestra.