Crisis medioambiental 2020-2021: Antropoceno, sindemia, cero neto, IDHP, términos para la nueva realidad

Édité par Bárbara Gómez
2021-01-08 21:39:07

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Una enfermedad nombrada con fecha 2019 nos marcó todo 2020. El que terminó será, por el resto de nuestras vidas y en la historia, el “año de la covid” (previendo que el acrónimo pase por el proceso de lexicalización que han seguido otros). Ha traído palabras que nombran fenómenos “nuevos” y “nuevas” realidades o, más exactamente, un impacto más claro y una más acentuada percepción de realidades y fenómenos que nos acompañan hace tiempo y definirán el futuro en este planeta.

Año de incertidumbre global y trauma en todos los niveles y áreas de la vida en la Tierra, de lo personal a lo familiar y lo social; de la salud pública, la economía y la política a la comunicación (interpersonal, en los medios, en internet), la psicología, la violencia intrafamiliar, el transporte y la movilidad, el empleo y las rutinas laborales, el comercio, la creación, el deporte y el entretenimiento, la ciencia y la tecnología, la cultura, la gobernabilidad, la educación…

Todo en medio de una crisis climática de la que comenzamos a escuchar más claramente hace 30 años y que sigue su curso, aún con el parón económico que ha impuesto la pandemia de COVID-19 a escala planetaria.

Porque hemos vivido durante 2020 con la incómoda y angustiante sensación de que se detuvo el mundo, pero finalizando el año la Organización Meteorológica Mundial (OMM) advertía que “la ralentización industrial por la pandemia de COVID-19 no ha contrarrestado los niveles sin precedentes de gases de efecto invernadero que atrapan el calor en la atmósfera, provocan la subida de las temperaturas y exacerban las condiciones meteorológicas extremas, la fusión de los hielos, el aumento del nivel del mar y la acidificación de los océanos”.

Más CO2, forzamiento radiativo y un planeta más caliente

Según la OMM, luego de que en 2019 las concentraciones de CO2 superaran las 410 partes por millón (ppm) como media mundial (casi 150% por encima del nivel preindustrial, de 278 ppm), el aumento continuó en 2020, aun cuando las emisiones anuales –según estimados preliminares– se redujeran entre 4 y 7.5% globalmente debido a los confinamientos en medio de la pandemia.

Al divulgar a finales de noviembre los más recientes datos, recogidos en el Boletín de la OMM sobre los gases de efecto invernadero, el secretario general de la organización, Petteri Taalas, declaró que “en 2015 superamos el umbral mundial de las 400 ppm. Y solo cuatro años después rebasamos las 410 ppm. Esa velocidad de aumento no tiene precedentes en nuestros registros históricos. La reducción en las emisiones debida a las medidas de confinamiento no es más que una minúscula irregularidad en el gráfico a largo plazo. Tenemos que aplanar la curva de forma continuada”.

La última vez que se registró en la Tierra una concentración de CO2 comparable fue hace entre tres y cinco millones de años. “La temperatura era entonces de 2 a 3 °C más cálida y el nivel del mar entre 10 y 20 metros superior al actual, pero no había 7 700 millones de habitantes”, dijo.

Forzamiento radiativo.

    Las emisiones globales de CO2 aumentaron incesantemente desde mediados del siglo XIX, al definirse los patrones energéticos de la Revolución Industrial, con crecimientos anuales más acentuados a partir de 1945. Hubo interrupciones de la curva ascendente durante eventos históricos como la Gran Depresión o la Segunda Guerra Mundial. Cálculos recientes muestran que en 2011 las emisiones globales de CO2 eran 150 veces más altas que en 1850.

    Según el Boletín de la OMM sobre los gases de efecto invernadero, los datos de estaciones distintas evidencian que la tendencia al alza continuó en 2020. La media mensual de concentración de CO2 en la estación de referencia de Mauna Loa, Hawái, fue de 411.29 ppm en septiembre de 2020, frente a 408.54 ppm en septiembre de 2019. En la estación del cabo Grim, en Tasmania (Australia), las cifras fueron de 410.8 ppm en septiembre de 2020, frente a 408.58 ppm en 2019.

La concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, que intensifica el forzamiento radiativo (tendencia negativa entre la luz solar que absorbe la Tierra y la energía irradiada que devuelve. Hoy cada vez devuelve menos, se calienta más porque los gases acumulados retienen el calor) hizo que 2020 haya sido otro año caliente, al punto de que podría clasificar entre los tres más cálidos a nivel mundial desde el inicio de los registros, en 1850.

La temperatura global media del año fue de aproximadamente 1.2 ºC por encima del nivel preindustrial (1850-1900), informó la OMM. Ya 2019, segundo año más cálido registrado (después de 2016), había cerrado con una media de +1.1 ºC respecto al nivel preindustrial.

Pero 2016 fue el año más cálido registrado debido en parte a un fenómeno de El Niño muy fuerte, cuya influencia se sumó a la del alza sistemática de la temperatura por el cambio climático. En contraste, 2020 fue muy cálido a pesar de que transcurría un episodio del fenómeno La Niña, cuyo efecto, contrariamente, genera enfriamiento en las temperaturas globales.

La OMM estimó en al menos 20% la probabilidad de que hacia 2024 sean superados temporalmente los 1.5 ºC por encima del nivel preindustrial, el valor que el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, inglés) insiste en no superar para evitar alcanzar puntos de inflexión que generarían catástrofes ecosistémicas.

Firmado en 2015, el Tratado de París busca limitar el calentamiento a 2 ºC por encima del nivel preindustrial e incluso a 1.5 °C. Poco después de 2015, los expertos y el IPCC advirtieron que era imprescindible fijar la ambición en la cota de +1.5 °C para evitar los puntos de inflexión o de no retorno, y alertaron que las emisiones globales deberían reducirse 7.6% anualmente entre 2020 y 2030 para no rebasar el límite en ese último año.

Puntos de inflexión, de los incendios forestales al deshielo

¿Qué son los puntos críticos o de inflexión?: cambios en ecosistemas vitales para el equilibrio climático global que serían irreversibles y desatarían repercusiones fuera del control humano, en la forma de secuencias de eventos con efecto dominó que impactarían en otros sistemas naturales, generarían desequilibrio climático y natural y harían difícil la vida en el planeta.

Estudios científicos han mostrado que esos puntos de no retorno ya están activos y muestran evidencias de cambio –en muchos casos acelerado– en la dirección equivocada.

Los “puntos de inflexión” sobre los que han alertado los científicos son la reducción del hielo marino ártico; el derretimiento del permafrost (un gigante ya no tan dormido); la ralentización del sistema de circulación de corrientes del Atlántico (desde los años cincuenta); las sequías más frecuentes en la selva amazónica (ha perdido casi 20% de área desde 1970); la mortandad de los corales de aguas cálidas; la pérdida acelerada de hielo en zonas de la Antártida; la reducción de la capa de hielo de Groenlandia (se acelera la pérdida de masa de los glaciares) y el deterioro del bosque boreal (más fuegos y plagas).

En la Amazonia, luego de la fatídica ola de incendios entre agosto y septiembre de 2019, los fuegos aumentaron 13% en la comparación interanual durante los primeros nueve meses de 2020. En septiembre, satélites detectaron 30 000 focos en la mayor selva tropical del mundo (+ 61% respecto a 2019), y prosiguió el ritmo acelerado de deforestación por el cambio de uso de la tierra (mayormente ganadería y plantaciones): en menos de un año, de agosto de 2019 a junio de 2020, se perdieron más de 11 000 km2 de la selva tropical amazónica.

A diferencia de otros ecosistemas boscosos, la selva tropical no se incendia naturalmente pues contiene altos niveles de humedad, pero sí por las quemas de quienes especulan con las tierras, extraen madera o limpian el bosque (talan y posteriormente queman) para ganadería, agricultura, minería y otras actividades muchas veces ilegales que se extienden cada vez más a tierras indígenas y unidades de conservación destinadas a la protección del ecosistema.

    El bosque primario contiene árboles de cientos y hasta miles de años, que actúan como enormes almacenes de CO2. Una parte del CO2 absorbido durante la fotosíntesis es liberada a la atmósfera, pero el resto se transforma en carbono que los árboles emplean en su metabolismo. Mientras más antiguo y grande, más carbono guarda un árbol.

    Según expertos, un árbol de unos tres metros de diámetro puede contener entre tres y cuatro toneladas de carbono, equivalente a 10 o 12 toneladas de CO2, aproximadamente las emisiones de un auto durante unos cuatro años de explotación.

En la Amazonia, los incendios no solo están ardiendo en áreas deforestadas para su explotación, sino que afectan crecientemente partes del bosque virgen, lo cual podría evidenciar que la selva tropical se está volviendo más seca y susceptible al fuego.

Científicos han advertido que el vasto bosque tropical se encamina a convertirse en sabana. La selva amazónica podría ir dejando de ser un almacén de carbono y convertirse en un importante emisor de CO2, amplificando los efectos del cambio climático. Un estudio reciente señaló que el 20% de la Amazonia ya estaría emitiendo más CO2 del que absorbe.

Si el río Amazonas, el más caudaloso del mundo, aporta 17 000 millones de toneladas de agua al océano cada día, en ese lapso el bosque amazónico libera a la atmósfera una humedad equivalente a 20 000 millones de toneladas de agua, que no solo cae en la propia región sino que viaja miles de kilómetros y aporta lluvia a amplias zonas de Sudamérica.

Esos “ríos voladores” están en peligro.

Antonio Nobre, un destacado investigador brasileño y uno de los expertos más reconocidos en temas de la Amazonia, ha señalado que el problema va más allá de la deforestación e incluye la degradación del bosque: no toda la vegetación se ha perdido, pero están afectadas las funciones vitales del ecosistema: ha cambiado su microclima, no puede generar su propia lluvia, el suelo está más seco y empobrecido y el bosque es menos eficiente. Se propagan más rápido los incendios. La degradación es, además, un factor que dispara la liberación del CO2 almacenado en los árboles.

“Alrededor del 20% de la Amazonia ya ha sido deforestada y el 40% dañada. Está al límite y el motor climático ya está empezando a fallar. Cada cinco años hay periodos de sequía severa en la Amazonia, seguidos de precipitaciones extremas. A veces descubrimos incendios en la selva virgen que no fueron iniciados por humanos. Es una señal de que el sistema se está descontrolando cada vez más rápido”, advertía Nobre en una entrevista a DW en agosto de 2019.

Según Nobre, si tomamos en cuenta la deforestación y la degradación, más del 50% de la Amazonia no ofrece ya un servicio medioambiental al clima de Sudamérica.

Si ambos fenómenos siguen avanzando al ritmo actual, la Amazonia podría dejar de funcionar como un ecosistema tropical y acercarse a su punto de inflexión o no retorno, cambiar completa e irreversiblemente.

Ese momento llegaría cuando la deforestación alcance el 20-25% del bosque, lo cual –partiendo de que ya abarca casi el 20% y haciendo un estimado a futuro por las tasas actuales de tala y pérdida de árboles– podría comenzar a suceder en unos 20 años, considera Nobre.

En la última mitad de 2019 e inicios de 2020, Australia vivió el peor periodo de incendios forestales en décadas. Pocos meses después, la costa oeste de Estados Unidos sufrió una temporada récord de incendios. “Si no creen en el cambio climático, vengan a California”, declaró por entonces el gobernador estatal, Gavin Newsom.

Las llamas llegaron también al Pantanal de Brasil, el mayor humedal del mundo, donde hasta septiembre se reportaba la quema de 2.3 millones de hectáreas, el 15% de su área total, de 340 500 km².

Un estudio publicado en 2020 en la revista Nature, en el que colaboraron especialistas de 100 instituciones científicas, reveló que la cantidad de CO2 absorbida por los bosques vírgenes tropicales a nivel planetario ha decaído en las tres últimas décadas y es hoy un tercio menos de lo que fue en los noventa, debido a los efectos de las temperaturas más altas, las sequías, la deforestación y la degradación.

Según el estudio (que siguió la evolución de 300 000 árboles a lo largo de 30 años y combinó datos de dos grandes redes de investigación y observación de las selvas en África y la Amazonia), la absorción de CO2 de la atmósfera por los bosques tropicales alcanzó un pico de 46 000 toneladas en la década de los noventa (el 17% de las emisiones de CO2 generadas por la actividad humana). Sin embargo, en la última década ese volumen bajó a 25 000 toneladas, el 6% de las emisiones globales.

Simon Lewis, de la Leeds University (GB), uno de los principales coautores del estudio, dijo al diario The Guardian que es muy probable que esa tendencia a la baja continúe y que la selva tropical “podría convertirse en una fuente emisora de carbono hacia 2060”. Es lo que el brasileño Nobre y otros científicos han apreciado en la Amazonia.

Para el investigador británico, “uno de los más preocupantes impactos del cambio climático ha comenzado, décadas antes de lo que predecían incluso los modelos más pesimistas (…) Si continúa, la crisis climática será cada vez más severa en sus impactos y la humanidad tendrá que recortar más rápidamente las emisiones procedentes de sus actividades para contrarrestar el deterioro de los sumideros de CO2”.

Lewis recordó que, por años, los científicos han estado alertando sobre los puntos de inflexión de los ecosistemas terrestres, “pero han sido ignorados por los decisores políticos. El hecho de que los bosques estén perdiendo su capacidad de absorber polución es alarmante. ¿Cuántas llamadas de atención más se necesitan?”.

    Según datos de Global Forest Watch, del Instituto de Recursos Mundiales (World Resources Institute, WRI), cada año el planeta pierde alrededor de 10 millones de hectáreas de área boscosa, el equivalente a 27 campos de fútbol por minuto. Aunque hay otros factores, la tala para tierra agrícola es la mayor causa de deforestación.

El cambio climático y el calentamiento resultante también influyen en las amplias zonas de hielos perpetuos. Según la Organización Meteorológica Mundial, el hielo marino del Ártico fue en julio y octubre de 2020 el más bajo en los registros desde hace cuatro décadas. Groenlandia siguió perdiendo hielo (152 000 millones de toneladas en el año).

En la Antártida, la temporada cálida causó un extendido deshielo de glaciares. “Una calidez tan persistente no era típica en la Antártida antes del siglo XXI, pero se ha vuelto más común en años recientes”, señaló una publicación de la NASA.

Imágenes tomadas con un dron a mediados de 2019 muestran la ruptura y derretimiento del hielo ártico. Como la Antártida, el Ártico tiene un papel importante en el control de las pautas climáticas y oceánicas del planeta y en el aumento del nivel del mar. Foto: Greenpeace.

    Hay una señal clara de una absorción de calor más rápida en las últimas décadas. Más del 90% del exceso de energía que se acumula en el sistema climático como resultado del aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero va al océano.

    Gran parte del océano experimentó al menos una ola de calor marina fuerte en algún momento de 2020. (Organización Meteorológica Mundial, noviembre de 2020)

Reacciones y retos en cadena, sindemias y crisis sistémica

En los noventa, un antropólogo estadounidense, Merrill Singer, usó el término “sindemia” (sinergia + pandemia) para nombrar un escenario en el que dos o más enfermedades interactúan y causan mayor daño que la mera suma de ellas dos, en un entorno de condiciones sociales y ambientales que potencian sus efectos.

La palabra fue empleada en el último año por médicos y sociólogos para aludir no solo a las comorbilidades que han exacerbado los síntomas de la COVID-19, sino también a factores estructurales y sociales que empeoraron su impacto, desde las fallas en los sistemas de salud hasta las inequidades por factores económicos, de clase, raciales, de centro y periferia…

La pandemia –que no será la última en un mundo globalizado donde existen millones de virus y donde el hombre irrumpe crecientemente en hábitats naturales y altera su equilibrio; comercia y contrabandea especies exóticas– nos ha reafirmado que es cada vez más insostenible un orden económico y social de espaldas a la naturaleza. Un virus ha casi detenido el planeta y millones de vidas, causado muerte y desgracia y asestado un duro golpe al PIB global y a la totalidad de las industrias, con años de recuperación por delante.

La crisis medioambiental y climática, el mayor desafío que afronta la humanidad porque compromete su futuro y el de todas las especies en la Tierra, es el marco general en que se ha propagado la COVID-19 y engloba toda una lista de crisis en sinergias y círculos perversos: la actual es una crisis sistémica que requiere soluciones sistémicas, integradas. Porque la emergencia climática se nutre de y a la vez magnifica el resto de las crisis. En ese contexto, y forzando el término más allá de su acepción, “sindemia” asume matices más sombríos.

En 2020 se cumplieron dos décadas de que la Estación Espacial Internacional recibiera a sus primeros ocupantes. Desde sus 400 kilómetros de altura, contaba a la BBC un especialista de la NASA, se pueden ver los cambios por la deforestación en la Amazonia, “lo que está sucediendo, cómo se ha transformado la Tierra”.

Para poner en órbita y ampliar la moderna y pesada estructura han colaborado más de una decena de Estados; algunos, aliados políticos y económicos; otros no. La han ocupado tripulantes de casi 20 naciones, y más de un centenar de países han realizado allí casi 3 000 investigaciones… El costo acumulado de la EEI puede estar hoy por encima de los 100 000 millones de dólares.

Más allá del debate sobre si la ciencia desarrollada allí vale el gasto (en informes y declaraciones de fundaciones y organizaciones, desde el WRI hasta ONU Medio Ambiente o Greenpeace, la insuficiente asignación de recursos financieros es junto a la falta de voluntad política uno de los obstáculos que dificultan o limitan proyectos y estrategias para afrontar el cambio climático y la crisis medioambiental), o sobre si el futuro o las posibilidades de supervivencia de la humanidad pueden tener algún camino en la ciencia espacial, está el hecho innegable de la cooperación en la EEI.

“La humanidad ha logrado estar fuera del planeta por 20 años”, decía el especialista de la NASA a la BBC. Pero el reto mayor sigue siendo estar dentro del planeta y, especialmente hoy, de forma sostenible. ¿Por qué en pleno siglo XXI, pasados 75 años del trauma en todos los órdenes que fue la IIGM y de existencia de la ONU –cuya carta fundacional hablaba de paz, justicia, cooperación internacional y propósitos comunes–, pueden parecer una utopía el consenso y la cooperación?

La pandemia trajo un movimiento mundial sin precedentes en términos de investigación, cooperación científica y financiación de la ciencia. Varias vacunas han sido desarrolladas en apenas meses, tres han sido aprobadas para uso completo y siete para uso limitado de emergencia.

Países ricos han comprado dosis suficientes para vacunar casi tres veces a toda su población, denunciaron varias ONG.

La OMS informó en diciembre que como parte de la iniciativa COVAX, de unos 190 Estados, ha logrado acuerdos con productores para unos 2 000 millones de dosis. Hacia fines de 2020, podría estar vacunado el 20% de la población de esos países. La intención de la OMS es que algunas naciones pobres las reciban sin pagar.

Poco después, comenzando 2021, varias ONG internacionales denunciaron que los países ricos han comprado “dosis suficientes para vacunar casi tres veces a toda su población antes de que termine el año si se aprueba el uso de las vacunas que están actualmente en la fase de ensayos clínicos”, mientras que 70 países pobres solo podrán vacunar a una de cada diez personas si los Gobiernos y la industria farmacéutica no toman medidas urgentes para que haya más dosis disponibles.

En algunos de esos países ricos –que son el 14% de la población mundial y compraron el 53% de las dosis producidas buscando asegurar las vacunas más promisorias–, las proporciones de dosis adquiridas van desde cinco hasta casi diez por habitante.

Las mismas ONG pidieron a las farmacéuticas expedir licencias abiertas, compartir la tecnología y la propiedad intelectual mediante el mecanismo de Acceso Mancomunado a Tecnología contra la COVID-19 (C-TAP), de la OMS, para que puedan fabricarse más dosis y estén disponibles para más personas, porque, tanto a nivel de países como de planeta, la “inmunidad de rebaño” se lograría con alrededor del 70% de la población vacunada.

Hasta diciembre, ninguna compañía se había unido a C-TAP (aunque varias recibieron financiación pública para desarrollar las vacunas). Solo Oxford/AstraZeneca se ha comprometido a vender la vacuna sin ánimo de lucro mientras dure la pandemia.

Tal parece que el “nacionalismo de las vacunas” y la política de que, pasado el momento de la ciencia y el saber compartidos (y los dineros públicos invertidos), hay que dejar al mercado lo que es del mercado y a las compañías las patentes, superan la noción de que el mundo vive una crisis global y se requiere una solución global e inclusiva. En términos de emergencia medioambiental, el equivalente sería apostar por un apartheid climático (unos más equipados y protegidos; otros vulnerables y excluidos), sin prever que el mundo cambiará para todos.

    En su mensaje de fin de año, el secretario general de la ONU, António Guterres, abogó por instaurar “un espíritu de unidad y solidaridad (…) Esa es la lección de este año tan difícil. Tanto el cambio climático como la pandemia de COVID-19 son crisis que solo podemos abordar desde la unidad, como parte de una transición hacia un futuro inclusivo y sostenible”.

En 2020 se hizo más claro el término Antropoceno, una nueva era geológica marcada por el impacto humano en el planeta.

Desde hace años ha habido debates sobre su definición histórica –el momento en que la agricultura implicó una transformación del entorno, la transformación mayor que implicó la Revolución Industrial…–, pero en 2020, por primera vez en la historia, el peso del conjunto de todo lo construido por la humanidad superó al de todos los organismos vivos de la Tierra (1.2 billones de toneladas de la biosfera: peces y animales terrestres, aves, microorganismos, árboles, sin incluir el agua).

La tala continuó mermando el peso de los árboles en esa ecuación. Bosques que eran eficientes secuestradores de CO2 siguieron convirtiéndose en emisores debido a la deforestación y los incendios, contribuyendo a la concentración del gas en la atmósfera que intensifica el calentamiento y el cambio climático, el cual, a su vez, genera olas de calor, sequías más tempranas y largas… y más incendios. El océano debió asimilar más CO2 y calor, se calentó y acidificó más, sufrieron más los arrecifes de coral (hábitat del 25% de las especies marinas) y el Atlántico vivió una temporada de huracanes récord.

    En 2020, el número de ciclones tropicales a nivel mundial fue superior al promedio, con 96 ciclones hasta el 17 de noviembre en la temporada 2020 del hemisferio norte y 2019-2020 del hemisferio sur.

    La región del Atlántico norte tuvo una temporada muy activa, con 30 ciclones tropicales hasta el 17 de noviembre, más del doble del promedio entre 1981 y 2010, y rompiendo el récord de una temporada completa, establecido en 2005. En un momento en que la temporada normalmente está llegando a su fin, dos huracanes de categoría 4 tocaron tierra en Centroamérica en menos de dos semanas en noviembre, lo que provocó inundaciones devastadoras y graves daños.

En el “año de la covid” –o “primer año de la covid”– vivimos más en la dimensión digital y allí vimos mucho de lo mejor y lo peor de la especie humana. Entre likes y shares, algoritmos que favorecen los sesgos de novedad, repetición y confirmación; incertidumbre, teorías conspiranoicas y el más desenfrenado estrépito desinformativo, eclosionaron en redes sociales fenómenos a los que aluden las escogidas como palabras del año en el último quinquenio por el Diccionario de Oxford: posverdad (2016), fake news (2017) y tóxico (2018), mientras continuábamos experimentando la emergencia climática (2019) y el 2020 (un “año sin precedentes” para los lexicógrafos de Oxford) hacía imposible elegir una palabra en solitario y nos dejaba 16, incluidas incendios forestales, confinamiento, distanciamiento físico, COVID-19 y cero neto.

Cerrando 2020, un estudio publicado en la revista Nature Climate Change por climatólogos de las universidades de Texas A&M y Nanjing vaticinó que la actual acumulación de CO2 en la atmósfera hará inevitable que en los próximos años la temperatura global se eleve por encima de los 2.3 °C respecto al nivel preindustrial, lo cual plantea un escenario más catastrófico y convertiría en un imposible limitar el cambio climático.

Sin embargo, en estos mismos días, y a cinco años del Acuerdo de París, otros científicos han afirmado que si se cumplen los compromisos de cero emisiones de carbono o cero neto hacia 2050 adoptados por decenas de países, la perspectiva podría variar.

Si se logra a nivel mundial, “las temperaturas de la superficie dejarían de calentarse y el calentamiento se estabilizaría en un par de décadas”, dijo Michael Mann, científico climático de la Universidad Estatal de Pensilvania. La caída del CO2 atmosférico por el cero neto y la absorción de parte de la concentración existente por mares, bosques y humedales –el océano, además, continuaría absorbiendo calor–, generaría enfriamiento para equilibrar el calentamiento y las temperaturas globales podrían alcanzar una meseta.

Hasta finales de 2020, unos 100 países (y más compañías, estados y ciudades) han adoptado compromisos para cero neto hacia 2050, aun cuando los objetivos del Acuerdo de París y los informes periódicos del IPCC apuntan a 2030 como el plazo para lograr contener el calentamiento. En el grupo se incluyen la Unión Europea, Reino Unido y Japón. China se comprometió a alcanzar la neutralidad de carbono una década más tarde, en 2060. Estados Unidos se retiró del Acuerdo de París bajo la administración Trump, pero Joe Biden ha prometido reintegrarlo.

Algunos proponen, frente a las amenazas del cambio climático y la idea de un desastre inevitable, un ecomodernismo o ecopragmatismo que articule progreso y conservación medioambiental.

Organismos internacionales, desde la ONU al FMI, han señalado la necesidad y la oportunidad que presenta la recesión provocada por la actual pandemia para reconstruir las economías con un paradigma verde.

También cerrando 2020, el PNUD ha presentado su Índice de Desarrollo Humano (IDH) y el informe “La próxima frontera: el desarrollo humano y el Antropoceno”, con un cambio de enfoque.

El Índice de Desarrollo Humano ajustado por las presiones planetarias (IDHP), además de medir el desarrollo de cada país por indicadores como sus ingresos y renta per cápita, cobertura sanitaria, esperanza de vida y nivel de educación, incluye un nuevo parámetro: el indicador del efecto del desarrollo sobre el planeta, teniendo en cuenta las emisiones de CO2 y la huella material de las naciones (determinada por el uso de los recursos naturales).

Muchos países que eran punteros del IDH según los indicadores tradicionales, descienden varios escalones en la lista al aplicar el nuevo indicador, que introduce la huella medioambiental.

El informe revela que “ningún país ha logrado alcanzar un desarrollo humano muy alto sin ejercer una presión desestabilizadora sobre el planeta”, dijo el administrador del PNUD, Achim Steiner.

    La crisis climática. El colapso de la biodiversidad. La acidificación de los océanos. La lista es larga y no deja de crecer. Tanto, que muchos científicos creen que, por primera vez, el planeta ya no influye en los seres humanos, sino a la inversa. Es lo que se conoce como Antropoceno –la Edad de los Seres Humanos–, una nueva época geológica.

    Pese a que la humanidad ha logrado un progreso increíble, ha descuidado la Tierra, provocando una desestabilización de los sistemas de los que depende su supervivencia.

    Para cambiar esta trayectoria se requiere una gran transformación en nuestra forma de vivir, trabajar y cooperar.

    (“La próxima frontera: el desarrollo humano y el Antropoceno”, PNUD, 2020)

Hace más de 30 años, la ciencia es clara y las evidencias sobre un cambio climático antropogénico cada vez más acelerado son incontestables. Existen hoy en el mundo la capacidad científica y tecnológica y los recursos financieros para emprender las transformaciones necesarias.

No se trata de revertir el desarrollo alcanzado o vivir en sociedades más pobres, sino de adoptar una vía que no implique sacrificar la salud del planeta, de la cual depende la supervivencia de la humanidad. Lograr sociedades más sostenibles e inclusivas, con equidad.

Un consenso y un pacto globales reflejados en normas a nivel de países y a la vez en incentivos que conduzcan los patrones de consumo, el mercado, la producción, la innovación, la movilidad y la inversión hacia una huella medioambiental no negativa. Desarrollo y expansión de tecnologías verdes y matrices energéticas limpias; energías renovables y no más subsidios a la industria de combustibles fósiles. Combinación de programas intensivos de reforestación, economías circulares y con cero emisiones, tecnologías de captura y almacenamiento de CO2 atmosférico…

Para algunos –los negacionistas, o quienes creen en el apartheid climático o no creen posible un cambio de rumbo a estas alturas– puede ser una utopía. Pero en este asunto, la utopía termina donde comienza la necesidad y es una sola la alternativa posible.

Una de las verdades que han quedado confirmadas con la pandemia de COVID-19 es que es más caro afrontar las crisis que prevenirlas. Todo lo dicho y modelado hasta hoy sobre los escenarios futuros que plantea el cambio climático hace impostergable aplicar ese aprendizaje. (Tomado de Cubadebate).

 



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