Sabiduría popular

Editado por Maydenys Rodríguez
2016-09-19 12:26:05

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Por: Graciella Pogolotti

Sherlock Holmes, el célebre detective, tenía un interlocutor idiota. El pobre Wat­son existió solamente para poner de relieve la brillantez monologante del protagonista investigador. Pocos son los lectores de la obra maestra de Miguel de Cervantes, pero los perfiles de Don Quijote y Sancho escaparon de las páginas del libro para convertirse en referentes culturales.
Manco en la batalla de Lepanto, víctima de galeras y prisiones, poco afortunado en amores, incapaz de hacer ca­rrera en el entorno de los pudientes, Cer­­van­tes representó en vida al gran perdedor. Desde su aparición primera, su obra em­pezó a recorrer el mundo. El contrabando la trajo a nuestras tierras de América. Una clave esencial de la obra reside en el diálogo permanente entre el caballero y su escudero.
El universo de Don Quijote se ha cons­truido en el entorno de su biblioteca. Iletrado, Sancho Panza es portador de la sabiduría popular que se expresa en el extensísimo refranero incorporado a la memoria viva de nuestra lengua y cimentada en el sólido sentido co­mún. De esa manera, puede impartir justicia verdadera durante su efímero gobierno en la ínsula Barataria. En el plano hu­mano, es uno más entre los suyos. Pue­de, entonces, llevar los principios abstractos a las circunstancias de la realidad concreta. El rústico comete errores al ha­blar. Pero su discurso es elocuente, eficaz, persuasivo, equiparable en su cua­lidad verbal al docto saber del caballero. Uno y otro se intercambian y contaminan. Por eso, el escudero de otrora se transforma para el Quijote en «San­cho amigo».
Conozco apenas una treintena de pa­labras de ruso. Con ellas, en el ahora mis­mo, no moriré de hambre y sed. No puedo expresar una idea. Tampoco es­toy en condiciones de referirme al ayer y al mañana. Los tiempos han cambiado mucho desde la época de Cervantes, cuando la imprenta era todavía un in­vento reciente. Ahora, el audiovisual nos invade. A escala universal, la palabra se empobrece a un ritmo vertiginoso. Mucho nos preocupa, con razón, el problema de la comunicación. La academia produce comunicólogos. Olvi­da­mos, sin embargo, la interrelación entre pensamiento y lenguaje. Mi mínimo vocabulario ruso alcanza apenas para la supervivencia elemental. Pu­diera quizá redactar un correo electrónico reclamando agua, carne y pan porque manejo el alfabeto cirílico.
En nuestro contexto, el empobrecimiento de la lengua es ostensible. Las consonantes están a punto de desaparecer del habla. La limitación del léxico y el disparate sintáctico son causas de muchos fracasos estudiantiles y profesionales.
El perfeccionamiento de la educación cubana incluye el necesario énfasis en el estudio de la historia entendida co­mo proceso integrador de economía, sociedad y cultura. Debe constituir la incorporación de una gran narrativa in­cluyente de las luchas por la independencia, el papel de los protagonistas, la participación activa de las masas. Ese aprendizaje ajeno a enfoques memorísticos exige la adquisición del dominio de la lengua materna por vía de la lectura oral y silenciosa, ambas asentadas en sólidas bases literarias. La recuperación de esos hábitos conduce a entender en profundidad el texto. Es frecuente escuchar a escolares que recitan versos en actos públicos. La declamación ignora signos de puntuación, las pausas necesarias y el encabalgamiento de los versos, todo lo cual conduce a la pérdida de sentido.
Mi defensa de la literatura no responde a mi afición por ella. Fuente de enriquecimiento espiritual para cualquier ser humano, aguza la sensibilidad, despierta la imaginación, desarrolla mecanismos de asociación y constituye un mo­do específico de acceso al conocimiento del mundo y de la naturaleza hu­mana. Nos acerca a la comprensión de la verdad, reconocible tan solo en los matices, nunca en el contraste primario entre el blanco y el negro.
Bizantinas me parecen  las discusiones acerca del soporte en que habría de sobrevivir el libro. Por el momento, mu­chos expertos afirman que, aún en­tre muchos jóvenes, persiste el disfrute del objeto que acariciamos con las ma­nos, tan oloroso cuando recién salido de la imprenta. El combate central se basa en la necesidad de preservar el hábito de la lectura de textos literarios, científicos, históricos o de pensamiento social con el propósito de rehuir lo elemental, de inscribir en contexto la in­formación efímera y de no dejarnos seducir por el chismorreo banal de la cultura del espectáculo.
El desafío es planetario, pero mal de muchos, consuelos de tontos. Man­te­ne­mos viva la devoción martiana. Si nos quitáramos las máscaras y afrontáramos la verdad de lo que somos, cuantos podrían afirmar, sosteniendo de fren­te la mirada clara, que han llegado al hon­dón de su pensamiento, más allá de algunos axiomas convertidos en lu­gares comunes.
En esta hora difícil, más que nunca, el rescate del hábito de la lectura es asunto que concierne al conjunto de la so­ciedad. Implica al sistema de educación, a la llamada extensión universitaria, a la red de bibliotecas y a la acción que desde ellas realizan sus trabajadores para revitalizar su vínculo en la es­cuela y con la comunidad.  Requiere la popularización del perfil de nuestras editoriales e imprimir creatividad al que­hacer de promotores y libreros. Pa­pel fundamental corresponde a los me­dios de comunicación, carentes de reseñas pertinentes despojadas de narcisismo autoral comprometidos con el de­ber de llamar la atención sobre lo más valioso. El combate por la lectura analítica y reflexiva constituye, ahora mis­mo el fundamento de una cultura de resistencia frente a la invasión del  escapismo y la frivolidad. Serán silenciadas las voces de Don Quijote y la sabiduría popular de Sancho.

Tomado de Granma



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