por Alina M. Lotti
A las deficiencias habituales del transporte público —demora, suciedad en los carros, música estridente—, hoy también hay que sumar el hecho de que algunos choferes de ómnibus los consideran de carga.
Seguramente usted compartirá conmigo algunas de las «indisciplinas sobre ruedas» a las que yo me referiré en este comentario, al margen de que algunos me «tilden» de regionalista, pues solo me referiré al transporte urbano en la capital, el cual empleo a diario.
La historia que le puso «la tapa al pomo», como decimos en el argot popular, ocurrió un viernes, casi a las 9 de la noche, mientras regresaba a la casa en un P-6, en dirección al municipio de Diez de Octubre.
Próximo a la Víbora, el chofer paró unos metros antes de la parada, abrió la puerta trasera, mientras dos hombres entraban varias cajas de madera (de las que se utilizan para transportar viandas). El ómnibus iba lleno, como es costumbre a esa hora, pero al conductor poco le importó las condiciones en que viajaban las personas atrás.
Instantes después —entre las quejas de algunos pasajeros y las lamentaciones de otros por las fallas del transporte público—, quien recaudaba el dinero (una especie de ayudante que habitualmente se sienta junto a la ventanilla con el brazo extendido para tal fin) se desplazó hacia «el lugar de los hechos» y delante de todos (los apiñados, por decir de alguna manera cómo íbamos) recogió 20 pesos en moneda nacional, que si bien es cierto no significa una gran remuneración, sí lo es, si se tiene en cuenta que el transporte público vale 40 centavos.
Por mucho que la gente habló y protestó, no pasó nada. Ambos (chofer y ayudante) tomaron lo que les dieron y se acabó.
Sin embargo, a diario nos tropezamos con múltiples y variadas de lo que he denominado «indisciplinas sobre ruedas», que ya suman unas cuantas y que siempre ocurren en detrimento de los pasajeros.
Hoy el transporte público también pudiera llevar el adjetivo «de carga». En los P-12 y P-16, que tienen su lugar de partida en la localidad de Santiago de las Vegas (la cual colinda con otros territorios no urbanos o semiurbanos), usted se puede encontrar desde cajas de mangos o de viandas hasta sacos de materiales de construcción y balitas de gas.
Menciono estas rutas no porque sean las únicas, sino porque es donde más a menudo me he tropezado con tales hechos.
Las puertas traseras se han convertido en especie de almacenes. «Todo va para atrás», dijo alguien el otro día mientras presenciábamos una de estas criticables conductas, en las cuales muchas veces también se implican los inspectores que están en las paradas para cumplir otras funciones.
Ahora, yo me pregunto: ¿Hasta cuándo tendremos que soportar tales indisciplinas? ¿No hay inspectores que velen porque estos hechos no ocurran?
Además de escuchar músicas estridentes que en nada tienen que ver con el gusto popular, el calor horrible de estos días, y la limpieza que «brilla por su ausencia», quienes andamos y desandamos la ciudad en «ruedas colectivas» también estamos a expensas de todas estas situaciones que resultan inconcebibles en el transporte público.
El pueblo cubano, con esa idiosincrasia y alegría que lo caracteriza, ha acuñado la frase de que en las guaguas —hace unos años eran los llamados camellos— se ve de todo, como en las películas nocturnas de los sábados, y que están prohibidas para los más pequeños: «violencia, sexo y lenguaje de adultos».
Hoy a eso habría que sumar también estas conductas reprochables que laceran la colectividad. Ya aparecerán los epítetos adecuados. De eso no me cabe la menor duda.
(CubaSí)