Por Graziella Pogolotti*
De manera espontánea, en enero de 1959 los escritores y artistas se reunieron para ofrecer su respaldo a la Revolución triunfante.
A pesar del empeño de la dictadura por atraer a algunos a través del Instituto Nacional de Cultura, la mayoría aplastante no había sucumbido a esas maniobras seductoras en una sociedad que los marginaba y no ofrecía los medios para un ejercicio profesional.
No había posibilidades de imprimir obras literarias, los artistas plásticos carecían de mercado, los cineastas soñaban con producir filmes, los teatristas mantenían funciones con esfuerzo propio, los músicos se valían del apoyo del Sindicato de Artes y Espectáculos para exigir a los dueños de los cines la presentación de un show en el intermedio entre dos películas y el ballet subsistía de manera precaria.
En el ámbito de las artes y las letras, el espectro ideológico era diverso. Unos pocos militaban en el Partido Socialista Popular. Otros asumían posiciones de izquierda. Los hubo católicos y existieron también quienes ofrecieron su apoyo a la lucha insurreccional.
Por encima de esas diferencias, algunos rasgos subyacentes sentaron las bases de la unidad requerida. Defendían la soberanía nacional frustrada por la intervención imperialista.
Coincidían en identificarse con un proyecto de justicia social y en aspirar a la implementación de políticas culturales que favorecieran la creación y la difusión de sus obras.
Así había ocurrido con la Revolución Mexicana, que entregó los muros de las instituciones públicas a artistas de la envergadura de Diego Rivera y José Clemente Orozco, a la vez que fomentaba publicaciones masivas de autores clásicos y contemporáneos.
En enero de 1959 empezó a funcionar la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. Encargada de impulsar la tarea, la profesora universitaria Vicentina Antuña gozaba del respeto de los intelectuales por su labor desde la institución femenina Lyceum.
En el reducido espacio de unas pocas oficinas, el organismo se proyectó hacia la música, las artes plásticas y la literatura. Los responsables de estas áreas eran artistas reconocidos por su obra y su trayectoria. Reflejaban también la convergencia de concepciones filosóficas diversas.
Fundador del Grupo de Renovación Musical, el compositor José Ardévol había compartido creación y magisterio. Procedente de la Sociedad Nuestro Tiempo, animada por la izquierda, Marta Arjona atendería las artes plásticas.
El poeta y ensayista José Lezama Lima, fundador del grupo Orígenes, se ocuparía de la literatura y emprendería, entre otras cosas, una monumental antología histórica de la poesía cubana.
Natalia Bolívar reorganizaba el Museo Nacional. María Teresa Freyre de Andrade iniciaba el rescate y ordenamiento del patrimonio bibliográfico, impulsaba una red de bibliotecas que se extendía a todo el país y emprendía un proyecto sistemático de difusión de la lectura, dirigido a los niños, con un programa de narraciones orales, de estímulo a la imaginación creadora en las artes plásticas y de iniciación en la música a través del entrenamiento coral.
Sin que llegara a formularse en términos expresos, la política cultural se fue implementando en una práctica concreta desde el triunfo de la Revolución. Fue un proceso orgánico que emanaba de la asunción consciente de una experiencia histórica. En La historia me absolverá, Fidel había reconocido a los artistas como parte integrante de un pueblo que padeció las consecuencias del colonialismo, la dependencia y el subdesarrollo.
Más allá de la diversidad de concepciones estéticas y de posturas filosóficas, los intelectuales habían vivido en carne propia una realidad que los silenciaba, apartándolos del destinatario natural de su obra.
Por distintas vías, se empezaba a reconocer el trabajo de los artistas, se otorgaba en la práctica una función social a los intelectuales y se democratizaba el acceso de las mayorías a la cultura.
Condenados al desempleo por su vocación, los escritores y artistas habían buscado el modo de agruparse en tertulias informales o en organizaciones estructuradas con vistas a un diseño de políticas culturales.
Coincidían todos en reclamar el respaldo gubernamental a la implementación de políticas que auspiciaran el desarrollo de los talentos y propiciaran el respaldo material indispensable para promover la infraestructura requerida para la producción de libros y para la realización de una cinematografía nacional.
Las decisiones tomadas desde el amanecer de enero preludiaban las que habrían de llevarse a cabo en ese año fundacional, con el nacimiento del Icaic y de la Casa de las Américas, reafirmación de nuestra orientación latinoamericanista.
Algo más tarde, la Imprenta Nacional lanzaba simbólicamente una edición masiva del Quijote. En el Teatro Nacional tomaban cuerpo las investigaciones que conducirían a la formación del Conjunto Folklórico, mientras encontraba espacio, por primera vez, la danza moderna.
Por otra parte, el ballet Alicia Alonso, que había subsistido en extrema precariedad, se convertiría en Ballet Nacional de Cuba.
Iniciada desde las primeras semanas de enero del 59, la rápida transformación de las instituciones evidenciaba la prioridad concedida a la creación artístico-literaria.
Vanguardia artística y vanguardia política convergían en el propósito de refundar la nación, en reconocer el vínculo entre cultura y sociedad, en comprender la necesidad de diseñar políticas culturales con auspicio gubernamental.
De esa responsabilidad compartida dimanó la riqueza y densidad de la vida intelectual que caracterizó los 60 del pasado siglo y proyectó su perspectiva anticolonial hacia la América Latina y el Tercer Mundo.
*Destacada intelectual cubana
(Tomado del periódico Juventud Rebelde)