Por: Ciro Bianchi Ross
La Habana, 29 mar (RHC) Cuando Manuel Salamanca y Negrete se hizo cargo de la Capitanía General, en 1889, prometió que acabaría con el bandidismo en Cuba.
A lo largo de su vida política, Salamanca había sobresalido siempre por su competencia e intachable honradez. Su designación para regir los destinos de la Cuba colonial fue saludada con júbilo por los cubanos. Un día de fiesta popular fue el de su llegada a La Habana. Los habaneros desbordaron las calles para recibir al hombre que, pensaban, pondría fin a todos los males que aquejaban al país.
Hubo también, por supuesto, escepticismo con la designación. Nadie ha visto hasta ahora a un gobernador español bueno, escribía Julián del Casal, gran poeta y agudo cronista en su columna de La Habana Elegante el 5 de mayo de 1889. Aun así, con el transcurso de los días el propio Casal llegaría a reconocer que la justicia resplandecía en las disposiciones políticas y administrativas del general Salamanca.
“Hoy el General es una esfinge, cuyo enigma nadie se aventura a descifrar”, escribía Julián del Casal. “Todo el mundo aguarda a que surja algún conflicto grave para conocer sus dotes gubernamentales y pronunciar el fallo definitivo acerca de su gobierno. Mientras esto se espera, el General continua su obra lentamente”, concluía.
Nueve meses después del escrito del poeta en La Habana Elegante, los despojos de Salamanca eran conducidos a la necrópolis de Colón en el coche fúnebre conocido como de Jerónimo Bonaparte, similar al de la Casa Real francesa.
¿Qué sucedió?
En lo que respecta a su decisión de acabar con el bandidismo en la Isla, lo logró en parte con los bandoleros de a pie. El garrote vil no dejó de funcionar en el breve tránsito de Salamanca por la Capitanía General de la Isla.
Otra cosa resultó, sin embargo, cuando llegó a su conocimiento que del Departamento de Guerra de la colonia se habían volatilizado 14 millones de pesos, suma astronómica para la época. Había estallado el conflicto grave que pedía Julián del Casal para conocer las dotes gubernamentales de Salamanca y pronunciar el fallo definitivo acerca de su actuación.
-Es mucho baldón para nuestro gobierno –dijo el general a sus colaboradores y ordenó a los tribunales que tomaran cartas en el asunto al llegar a su poder el informe sobre la malversación colosal detectada en el Departamento de Guerra. La lista de los implicados fue en aumento y cuando empezó a hablarse de la prisión inminente de encumbrados personajes, la enfermedad aquejó repentinamente al gobernador. Su médico de cabecera no pudo diagnosticar el mal y, mucho menos, vencerlo.
Ya muy grave, Salamanca impartió sus últimas instrucciones y recomendó severidad con los culpables. Ofreció nuevas pruebas a los jueces encargados del proceso. Otro ataque lo hizo entrar en agonía. En sus cada vez más raros y espaciados momentos de lucidez, conversaba con el general Cavada, que sería su sustituto interino:
-Cavada, sé que eres pundonoroso y leal; ten firmeza con ellos. Ya les tenemos el pie puesto encima. ¡Caerán! La rueda está andando y los tribunales tienen los datos.
Sobrevino el delirio. Salamanca dio órdenes a un ejército invisible, gritó, masculló frases incoherentes. De pronto, pareció calmarse y pidió a Cavada que se acercara a su lecho. Le musitó:
-Los ladrones son débiles ante la entereza de un gobernante. Pueden más en la apariencia que en la realidad.
Esas fueron las últimas palabras de Salamanca. Su hijo declaró que no había muerto de enfermedad natural.
Fue un entierro fastuoso. Con la presencia de las máximas autoridades civiles y militares de la colonia y el obispo. Académicos y hombres de negocio. Acudieron batallones del ejército y la artillería. Los caballos enlutados de la Capitanía General formaron también parte del cortejo y los ayudantes portaron los atributos de mando del difunto; el bastón, el quepis y la espada. Lo inhumaron en el panteón de la familia Blanco Herrera.
¿Fue asesinado aquel hombre que parecía actuar ajeno a todo favoritismo político y quiso erigirse como fiel guardián de los intereses del Estado?
¿Será cierto, como afirman algunos investigadores, que lo envenenaron en la cena de gala con que se le homenajeó a su llegada al balneario de Martín Mesa, en Guanajay, donde acudió en procura de unos días de descanso?
Lo cierto es que al día siguiente de su entierro, el periódico habanero La Discusión reconocía sin ambages que algunos de los que seguían hasta el cementerio los restos del capitán general iban con la cara triste y el corazón contento.
El proceso por la malversación de los 14 millones no llegó a ninguna parte. En su caja privada, Salamanca dejaba la magra cantidad de 400 pesos oro.Siglo XIX (Fuente: Cubadebate)